En estos días en los que celebramos multitud de fiestas, comidas, cenas y regalos, surge siempre el debate sobre el tema del consumo y el derroche, un fenómeno típico de nuestra sociedad moderna del bienestar y el modelo económico sobre el que se sustenta, que evidencia una paradoja inexcusable como es el hecho de saber que, mientras en nuestras sociedades opulentas se despilfarran millones de toneladas de alimentos y recursos, cada año mueren en el mundo alrededor de 3 millones de niños por malnutrición.
Vivimos en una sociedad que desperdicia a manos llenas sus recursos pero en cambio emplea cantidades astronómicas de dinero para resolver problemas relacionados con la obesidad, las adicciones y los problemas de salud relacionados con el consumo y los excesos. Derrochamos sin decoro, especialmente en fechas como las actuales que deberían ser de reflexión, agradecimiento y solidaridad, y sin embargo no sabemos o queremos alimentar a quienes se mueren de hambre y miseria en las puertas de nuestras casas. Reclamamos un mundo más justo y desarrollado para el mal llamado tercer mundo, pero nos molesta profundamente que aquellos que nacen y viven en él, pretendan venir al nuestro a participar de la fiesta en que vivimos, sin caer en la cuenta de que, nuestro modelo de vida es profundamente inmoral e injusto y obliga a vivir en el subdesarrollo a millones de personas que, a la larga se verán obligadas a traspasar nuestras fronteras en busca de la dignidad y el desarrollo que falta en sus países y que aquí tiramos por la ventana.
La templanza es un vieja y olvidada virtud que bien podría ayudarnos a reflexionar sobre esto para replantearnos nuestro modelo de vida. En el pasado era una virtud humana y también económica, que consistía en saber moderar y equilibrar la satisfacción inmediata de las propias necesidades, conteniéndola dentro de los límites de la razón iluminada por la fe. La templanza educaba a las personas en la sobriedad, regulando sus deseos y ansiedades y formándolas en el uso correcto de los bienes. También ayudaba a moderar los apetitos de excelencia y satisfacción personal, haciendo a las personas más justas, humildes y sosegadas. E igualmente, en el plano económico, orientaba el consumo de las familias y propiciaba un ahorro que, posteriormente se utilizaba para obtener bienes mayores. La templanza además, generaba un ahorro común que, bien administrado a través de instituciones económicas como las cajas de ahorro, originalmente fundadas por la Iglesia católica, ponía en disposición de la sociedad, una serie de recursos públicos que servían para alcanzar mejoras sociales y posibilidades de desarrollo. En definitiva era una virtud que nos hacía mejores personas, más desarrolladas que aquellas otras sociedades donde no se cultivaba.
Sin embargo, la cultura económica actual heredada del modelo protestante y el racionalismo, que se basa en una idea de crecimiento fundamentado en la deuda, ha hecho de la intemperancia y el desenfreno una falsa virtud que ha implantado el uso del crédito al consumo como herramienta para el desarrollo y la prosperidad. Si antes se ahorraba para poder acceder a los bienes mayores, como la vivienda, vehículos, bienes de empresa, etc, hoy en cambio compramos los bienes antes de poder tenerlos a través de la financiación, y luego pagamos las deudas poco a poco durante años, lustros o décadas, generándonos dependencia y frustración.
El crédito a plazos comenzó con bienes duraderos de necesidad, pero luego se extendió a todo tipo de bienes de consumo cosa que, si bien ha permitido que muchos tengan acceso a productos que antes eran inalcanzables, a la vez ha hecho que su adquisición no esté precedida por un sacrificio, restándole valor así a la importancia del bien adquirido y sobre todo aumentando el consumo de manera desorbitada, hasta hacer del sobre endeudamiento y la usura una necesidad insalvable que somete a familias, empresas y naciones a la voluntad de sus acreedores. Y en este círculo vicioso se han deteriorado formas de capital precioso que hoy son cada vez más escasas, como la calidad y calidez humana, las relaciones sociales, los recursos ambientales o sin ir más lejos, los alimentos e incluso el agua.
Se hace necesario retomar la reflexión sobre aquella vieja cultura de la templanza, aunque en general deberíamos retomar el cultivo de todas las virtudes morales que la tradición nos enseñaba de generación en generación porque, la racionalidad económica de nuestros días, que es típicamente instrumental, por sí sola ha demostrado no ser suficiente para formarnos humana y socialmente, y además ha evidenciado que puede llegar a ser profundamente inhumana e injusta. Como recoge el Catecismo de la Iglesia Católica, la templanza «mantiene los deseos en los límites de la honestidad». El ejercicio común de esta virtud nos ayudaría a no aprovecharnos de los demás y a que no se aprovechen de nosotros mismos. Nuestros deseos de ganar más, de tener más ,de ser más, no deberían cruzar el límite de la honestidad en lo que hacemos, incluso cuando no hay controles legales que lo delimiten.