La Hispanidad como problema y destino
Juan Ramón Sepich, Mundo Hispánico, Julio de 1948, pp. 8- 10*.
AMÉRICA no es una entidad cultural aislada y sin antecedentes; América es también Europa, toda vez que el concepto de Europa no es de puro valor geográfico o un área espiritual cerrada como hecho pretérito irreversible.
Hispanomérica ha entrado en la historia universal, ya desde el descubrimiento, por la puerta grande. Comenzó a sentir la fraternidad de Europa en el inmenso y maternal regazo de aquella España imperial por su corazón y por el entendimiento de la vida histórica. Hispanoamérica hizo sus primeros pasos como provincia de un Imperio que tiene escritas las páginas más profundamente humanas y generosas de la historia entera.
La gloria de aquel postrer esfuerzo heroico para salvar la sustancia de la cristiandad imperial, también es nuestra por herencia y por título de nacimiento. Y esto es lo que no tanto nos enorgullece, ya que no es obra nuestra, cuando nos acicatea la conciencia para que respondamos, en nuestra hora, a la dignidad de nuestro linaje.
Nuestra Hispanidad se nos transforma en problema y en conciencia de un destino histórico que pesa sobre nosotros como mandato de nuestros muertos que esperan revivir de nuestro esfuerzo.
El filósofo analiza la masa de hechos culturales que es Europa, a la manera como analiza también un concepto. Lo puede hacer porque sus categorías y sus valores son suficientemente universales para abarcar tales contenidos. También una circunstancia, accidental como ésa, nos empuja a poner mano a este otro problema de nuestra Hispanidad.
Fuerzas oscuras subrepticiamente nos han ido infiltrando un falso pudor y casi vergüenza de nuestro origen. En muchos años de historia falsificada, se logró enlodar la memoria de España y manchar nuestras almas con una leyenda criminal y cobarde, agazapada en el anónimo e hipócritamente disimulada en la actitud de la defensa del hombre de nuestra tierra.
Con ello se lograba producirnos cierto sonrojo de nuestro origen hispánico, en cuanto pueblo, y mirar con envidia a los hijos de otros pueblos que escribieron con oro y sangre inocente su historial para las generaciones futuras.
Se logró así frenar el empuje de nuestros pueblos y radiar de la memoria de los mismos las gestas, los principios y las hazañas que configuraron su mundo, del cual hoy se siente una nostalgia inmensa en el ahogo de la mefítica atmósfera espiritual que se nos obliga a respirar en el mundo.
Ya no es posible continuar ese estado de conciencia. Hemos de saber si nuestro pasado remoto es una honra o una deshonra. Queremos poder tener la tranquilidad de nombrarnos como hijos de tal hogar. Pues sabemos que .el honor, tan lejos hoy de ser una consoladora vigencia, es el indeleble sello que sobre el alma de los pueblos hispanoamericanos ha impreso España como primer bautismo natural para incorporarnos a la vida civilizada.
Esta es la razón por la que, para nosotros, la Hispanidad se nos convierte en un problema que se ha de examinar. Es menester que en la conciencia de nuestra Hispanidad se deposite el sentido de nuestro hispano origen.
Pero, ¿qué es la Hispanidad? No es España ni el españolismo. El artista que crea su obra le transfiere lo mejor de su alma, le da lo que de ella es conferible. Y un padre comparte con su hijo su carne y su temperamento, mas no puede infundirle su propia alma. Así España ha puesto su alma, lo que de ella era transfundible; nos ha configurado según su corazón y su mente.
Hispanoamérica es su obra; única que en la historia pueda ostentar pueblo alguno. Una pléyade de naciones que amplían el alma de Europa con su espíritu y con su propia enjundia.
La Hispanidad somos, pues, los pueblos de Hispanoamérica; cuya gloria es de España, así como la de España es nuestra, porque fuimos y somos de una misma estirpe y de un mismo espíritu. La Hispanidad es tomada en su sentido objetivo, como una realidad que vive aquí y ahora, en este momento crucial y fundacional de la historia.
No somos aún la realidad madura que puede dar su tono al momento en que actúa. En el fondo de nuestro ser viven unas raíces capaces de germinar una obra fundacional que sirva para reencontrarnos con aquella línea europea, imperial y cristiana, de la cual fue España su última y gloriosa abanderada.
He ahí por qué nuestra Hispanidad se nos configura como un destino histórico y como una empresa que no puede preterirse o como un deber que no hay derecho a eludir.
Nuestra Hispanidad, objetivamente, comprende primordialmente:
1. los millones de aquel hombre que al decir de Darío, «aún cree en Jesucristo y reza en español».
2. A ello se suma nuestra tierra, regada por sangre y lágrimas que hicieron fértiles sus días y años;
3. nuestras riquezas materiales, que sirven de soporte a la vida digna y familiar;
4. nuestras instituciones, legadas por la prudencia secular de un sentido paternal del gobierno y de la vida;
5. nuestra lengua, vehículo espiritual de la manera de ser que nos configura;
6. nuestra fe religiosa, que nos une como hermanos en el amor, y la actitud generosa de una mutua servidumbre libre y espontánea; nuestra historia común, que actúa como un mandato para prescribir nuestro futuro comportamiento.
7. Por último, nuestro propio estilo de vida, de pensamiento y de amor, que nos perfila a la manera caballeresca de nuestros antepasados.
Todo eso es nuestra Hispanidad. Todo eso es honorable; todo eso no se puede perder; todo eso merece el respeto de quienes no lo poseen.
A quienes, desde lejos o desde cerca, desde fuera o desde dentro, nos miran con un cierto menosprecio, nosotros tenemos que decirles: habéis destruido vuestro mundo y el nuestro; dejadnos en paz, construidnos otro según nuestro ser.
Porque el día en que nuestra densidad de conciencia de Hispanidad llegue a donde debe y el número de nuestros pueblos sumen los cientos de millones que su casta fecundidad anuncia, entrará la Hispanidad en la historia por donde entran los vencedores que han abatido primero las murallas que pretendían atajarles el paso.
Esa es nuestra empresa y la afirmación de una primogenitura espiritual a que no hemos renunciado jamás. Yo sé que se nos recuerda, con más ahínco del debido, que nuestro indio, nuestro mestizo y nuestro criollo no pueden ser arquitectos de una nueva edad.
A ello solamente responderé: si queréis las acciones maduras y fuertes de un hombre, dejad crecer al niño. No corrompáis su cuerpo ni su alma: a su tiempo hará las acciones del hombre.
El abandono de nuestro indio —y Argentina es quien menos siente ese vital problema— y su aplastamiento no es obra de nuestra Hispanidad ni de España. Es obra de todas las fuerzas que nos han querido sonrojar recordándonos que la inserción de nuestro indio en la cepa española es una mezcla.
El mestizo y el criollo son un renuevo. Es menester cuidarlo, criarlo, educarlo y hacerlo. Los hombres que así nos reprochan fueron también de la selva, y el imperio cristiano los hizo dignos.
Dejadnos cultivar nuestro hombre; dejadnos cuidar nuestro elemento poético, con el elemento racional, de una Europa que nos ha sido infundida en la sangre por España y con la sangre de España. Y entonces daremos la respuesta al problema y destino de nuestra Hispanidad.
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* Nota: la numeración y las negritas son nuestras. Marcan una definición de la idea de Hispanidad que complementa a las de Vizcarra y Maeztu y que creemos que merece tenerse en cuenta.
CitaNuestra Hispanidad, objetivamente, comprende primordialmente:
1. los millones de aquel hombre que al decir de Darío, «aún cree en Jesucristo y reza en español».
2. A ello se suma nuestra tierra, regada por sangre y lágrimas que hicieron fértiles sus días y años;
3. nuestras riquezas materiales, que sirven de soporte a la vida digna y familiar;
4. nuestras instituciones, legadas por la prudencia secular de un sentido paternal del gobierno y de la vida;
5. nuestra lengua, vehículo espiritual de la manera de ser que nos configura;
6. nuestra fe religiosa, que nos une como hermanos en el amor, y la actitud generosa de una mutua servidumbre libre y espontánea; nuestra historia común, que actúa como un mandato para prescribir nuestro futuro comportamiento.
7. Por último, nuestro propio estilo de vida, de pensamiento y de amor, que nos perfila a la manera caballeresca de nuestros antepasados.