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    La denominada “revolución americana”, para ellos, no es más que un perfeccionamiento de la francesa. León XIII, en su carta Testem benevolentiae, advirtió contra aquellos que “quieren una Iglesia distinta en América de la que existe en todas las demás regiones”. Apreciaba el Papa con gran clarividencia cómo el espíritu de la “nueva sociedad” de los Estados Unidos de América, fundada en principios totalmente contrarios al orden social católico propuesto por la Iglesia desde sus inicios, amenazaba con contaminar las mentes de los propios católicos estadounidenses. Lo que León XIII quiso combatir fue precisamente lo que hoy, comúnmente, y en sentido más amplio, conocemos por “americanismo”, que, trasladado a nuestro mundo actual, no es más que la influencia global del poder y principios sociales que sustentan a los Estados Unidos de América. Ensoberbecidos por los principios que inspiraron la construcción de la Estatua de la Libertad, en la firme creencia de que se estaba fundando un nuevo mundo sobre los principios de la verdadera libertad, no se estaba haciendo otra cosa que otorgar carta de naturaleza a la filosofía racionalista liberal aplicada a la política, con el inestimable apoyo del protestantismo y la masonería, núcleo duro de la filosofía de sus adorados “padres fundadores”. La consecuencia inmediata de esta ideología fue la llamada “doctrina Monroe”, que pretendía establecer una tabla rasa de diferenciación y de definitiva emancipación de los valores de la “new society” respecto de cualquier condicionamiento procedente del exterior del continente. Muchos pueden entender este planteamiento como meramente geopolítico, pero efectivamente no es así, sino que tiene un alcance más amplio. No olvidemos que esta “doctrina” fue fundada en la fase final de la mal llamada “emancipación” de las provincias españolas de Ultramar, y por tanto, no puede entenderse sino en el contexto de la “des-hispanización” de Hispanoamérica, a la vez promovida por criollos burgueses y masones, como bien demuestra Ramiro de Maeztu en su “Defensa de la Hispanidad”. Se trataba pues, del primer plan de ingeniería social ejecutado por la entonces recién alumbrada nación, y que sirvió de paso para dar el toque de gracia al ya más que decadente imperio hispano, que no había representado sino el baluarte contra Lutero y el martillo de los antepasados de quienes siglos después desembarcaron para construir su “sueño americano”. Casi doscientos años después, la “doctrina Monroe” ha cruzado sus propias fronteras, y parece haberse reformulado tácitamente en algo así como “el mundo para los americanos”. La influencia social y cultural de los Estados Unidos, especialmente tras su confirmación como primera potencia tras la Primera Guerra Mundial, es indiscutible. Pero, ¿en qué consiste esa influencia? ¿en qué principios se asienta? Comenzando por la segunda cuestión, hay que decir que la denominada “revolución americana”, para ellos, no es más que un perfeccionamiento de la francesa: el traslado a sus últimas consecuencias, de los principios ilustrados. Para el americanista, el gran error de la revolución francesa fue su deriva totalitaria, el Leviathan administrativo que engendró, anulando despóticamente la viva organización social que le precedió para instaurar el germen de lo que más recientemente ha venido a llamarse por algunos el “neodirigismo tecnocrático”, es decir, la política como pura administración de un ingente aparato mecanicista, que es el Estado. La revolución americana, por el contrario, habría conseguido mejor que nadie plasmar socialmente esos ideales ilustrados de libertad e igualdad. Así, los americanistas consideran el gobierno de la voluntad general como otra forma tiránica, heredera de la monarquía absoluta, pero sin renunciar a los principios ilustrados e iluministas que inspiraron a 1789, y se inclinan por la división de poderes, en el marco de una sociedad estrictamente individualista y de laissez faire. En cuanto a la primera cuestión, esa influencia consiste en la exportación, a escala global, de esa filosofía profundamente individualista, economicista, pragmática, pelagiana y auto-suficiente. Sin vínculos de sangre, sin más méritos que la iniciativa individual y el afán constante de progreso material. Además, muchos liberales conservadores, entre ellos católicos, que ven sin disgusto ese espíritu materialista, se maravillan contemplando la idea de que Estados Unidos es, a la vez, la “nación religiosa”, tierra donde se armonizan perfectamente la libertad (liberal) con la moral. Pero para superar esta falacia, es necesario comprender la significación que tiene esa mención a lo religioso en relación al enfoque de las logias americanas respecto de las europeas. La masonería americana es deísta, mientras que la europea, comandada por la francesa, es generalmente atea y anticlerical. Luego la significación que tiene el término “dios” o “religión” en uno y otro contexto, en el fondo vienen a significar lo mismo, porque en realidad son la misma esencia traspuesta sobre dos estructuras diferentes. Y esa esencia es la negación sistemática de los principios católicos tradicionales en relación al orden social y político que tan brillantemente se plasmaron en la Cristiandad, así como la persecución de todo aquél que luche por implantarlos en el ámbito público. En el mejor de los casos, para el americano, la religión es una cuestión interna, de conciencia, en la que el Estado no debe inmiscuirse, pero nunca un asunto de Estado, donde sigue rigiendo el racionalismo político ultramoderno. Ante estas dos cuestiones, muchos católicos piensan también que, puesto que el sistema político estadounidense, por su configuración minimalista del Estado, respeta la conciencia individual a priori más que los sistemas políticos europeos, más inspirados en el totalitarismo revolucionario francés, coronado por una influencia neo-marxista gramsciana mucho más escasa al otro lado del charco, este modelo es el más adecuado para la convivencia de la Iglesia con la sociedad. O, lo que es lo mismo, la doctrina de la “Iglesia libre en el Estado libre”. Reformulado en términos más llanos: la irrelevancia social es el precio que la Iglesia debe pagar a cambio de que el Estado mantenga en su “burbuja” a los católicos, y no les incomode en el ejercicio de sus derechos y deberes ciudadanos, fundamentalmente desde el despliegue de amplios mecanismos jurídicos de objeción de conciencia, frente a las ya de por sí escasas intromisiones estatales en asuntos morales. Pues bien, esta tesis, además de contraria al Magisterio de la Iglesia, que constantemente a lo largo de los siglos ha enseñado la grave obligación de los gobernantes para con Dios y la Iglesia, es un síntoma de contagio de la mentalidad liberal americanista. Desde esta perspectiva tenemos el terreno sembrado para el comunitarismo clerical, que no es sino una especie dentro del individualismo, a saber, una auto-limitación de los efectos de la vida cristiana al ámbito de los iguales en la fe, solo que en este caso, el ente “individuo” se ensancha analógicamente a la “comunidad cristiana”. Para acabar, dos reflexiones que nos han de servir para ubicar este tema en las coordenadas de la más rabiosa actualidad: la primera, la situación venezolana, que no es (y sin que esto sirva para justificar un ápice el sangriento narco-régimen de Maduro) sino otro reflejo del afán de dominio estadounidense sobre los puntos geoestratégicos, otro experimento como el de las “primaveras árabes”, con el agravante de la situación geográfica en el continente americano, pero al que se puede vaticinar idéntico resultado a que a otras revueltas propiciadas por ellos, y después vendidas al mundo como “acciones de liberación”: caos, anarquía y más sufrimiento para la población civil; la segunda reflexión trata acerca del estupor generado por la aprobación, en el estado de Nueva York, de la ley que permite el aborto hasta el momento inmediatamente anterior al nacimiento (último paso antes de la legalización del infanticidio). “En el país de la libertad”, “en la ciudad de la estatua”, esto no puede ocurrir, se dicen muchos. Como si esta ley fuese una traición al espíritu americano de libertad, y no lo que realmente es: otra muestra del camino al que conduce la sociedad regida por la libertad entendida como el ejercicio de las pulsiones interiores del individuo. Que no es otro el leit motiv del liberalismo, y de su derivado, del americanismo. Ciertamente, no es que Europa esté mejor, pero lo que está claro es que plantear en términos americanistas la resolución del conflicto religión-sociedad moderna (conflicto que lleva más de un siglo pululando por los despachos vaticanos, sínodos y Concilio incluido), no hace sino agravar el problema, es decir, continuar alejando al mundo moderno de Dios. La Iglesia, custodia del Derecho natural (en otro tiempo denominado “derecho de gentes”), sencillamente no puede abdicar, tampoco en el orden social, de la lucha por “Instaurare Omnia in Christo”. La Iglesia no tiene que comprar su libertad, sino liberar al mundo de la esclavitud del pecado, hodiernamente, del pecado liberal y sus múltiples adyacentes. Y eso no se consigue construyéndole un safe harbour para su supervivencia, ni una open society para el “desenvolvimiento de su personalidad”. Se consigue restaurando las cosas en la Verdad, la única que nos hace libres. Pues no hay imagen que represente más la libertad que la cruz de Cristo. —————————————————————— Canal de Javier de Miguel en Youtube
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