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Dejo un breve artículo, publicado en 1935 en un periódico gijonés perteneciente a Acción Popular, que me llamó la atención en su día. Realiza una crítica a mi juicio brillante de la decadencia moral de nuestro siglo y toca aspectos como el americanismo, el deportismo, el desnudismo, la disolución social que transmiten la música y la literatura modernas, la fabricación en serie, el utilitarismo y el individualismo. Todo ello resultaría de abandonar la caridad y la fe católica para sustituirlas por la creencia en la infalibilidad de la razón.

Cita

La moral de nuestro siglo

Las costumbres no son más que un reflejo del alma social. El agnosticismo, esa plaga moderna de las nuestra sociedad ha llenado las inteligencias humanas de la teoría de la infalibilidad racional. Los hombres, después de negar la verdad absoluta de la existencia de Dios, tienen que inventar una verdad que lo sustituya. Y encuentran ésta en la razón humana subordinando la moralidad y todas las manifestaciones de nuestra vida a la conciencia individual.

Así vemos cómo en el campo intelectual de la edad presente aparecen las teorías filosóficas más absurdas que, con el nombre de liberalismo en lo político, escepticismo en lo religioso y egoísmo positivista en las relaciones sociales, constituyen las bases amorales sobre las que descansan las colectividades modernas.

Fruto lógico de los principios en que esta orientada la actual sociedad, es el anarquismo moral e intelectual en que se desarrollan las relaciones entre los hombres. Esta carencia de principios fundamentales no se restringe a la esfera meramente intelectual sino que se refleja en el campo de nuestra literatura contemporánea donde la rima aparece proscripta por el vanguardismo individualista, como también en la inarmonía de la música del «jaz-band», que son síntomas de la actual disolución en que se encuentra a moderna sociedad.

El americanismo, seudo-cultura de importación en serie, transformó nuestras costumbres dando a la vida un valor meramente extrínseco unido a un culto excesivo a lo físico. Nuestra juventud, dejándose guiar por la engañosa luminosidad del presente, hizo del deporte una religión. Lo bello solamente en la actual civilización es lo que es útil; lo cierto, lo que nos es agradable; lo moral, lo que nos representa una comodidad.

Y esta civilización de acero y egoísmo hizo que los hombres ensangrentaran los campos del mundo por un pedazo de tierra o por aumentar su hacienda, no teniendo esta lucha de pasiones más ideal que el lograr el bienestar pasajero de la bestia.

¿Cuál es la causa de este estado de cosas? La falta de un principio religioso que alimente la conciencia y el alma de los hombres. La falta de caridad ha llevado a las masas a la apostasía. La caridad, que es justicia y amor, no encontró en los corazones de muchos llamados católicos el calor suficiente para encarnarla en realidad y salvar así el abismo de las diferencias de clase.

En la actualidad la Religíón, para muchos, es algo externo, superficial; asisten a la iglesia en presencia, pero su espíritu se halla ausente, mientras los pensamientos aferrados a sus intereses transforman la oración en algo mecánico, vacío, sin el sentido espiritual que le da vida.

La moralidad se halla ausente de nuestras costumbres; la literatura, el teatro, los espectáculos modernos, son reflejo del paganismo de nuestra sociedad. El naturismo, «salvajismo modernista», hizo del desnudismo una costumbre que bajo el antifaz de la higiene sirve algunas veces de pretexto para dar expansión a las pasiones más viles.

Grande es la labor a realizar ante la serie de calamidades que hoy nos afligen. Nosotros tenemos la obligación, como católicos, de iniciar y cooperar a la obra renovadora de los principios religiosos, que son base y sostén de toda civilización estable; porque hemos de rescatar las almas infantiles de las garras del laicismo, para así formarlas futuras generaciones en un sentido netamente católíco.

—A. CIENFUEGOS.

ACCIÓN, Gijón, 12 de enero de 1935.

ACCI-N-Gij-n-12-de-enero-de-1935.jpg

A mí me parece que este artículo es plenamente vigente. Lo que denuncia se puede decir igualmente de la sociedad actual, casi un siglo después. Nada ha cambiado desde entonces. Se ha añadido algún peligro nuevo, pero en el fondo son peligros que ya estaban contenidos en esta crítica de 1935.

También es interesante ver que a la derecha de aquel entonces le preocupaban cosas como el americanismo, el culto al físico y al deporte ("deportismo"), el desnudismo, el industrialismo homogeneizante, la cultura del confort y del utilitarismo, el individualismo como disolvente de la sociedad y del arte. ¿Dónde quedaron todos esos temas en la derecha actual? ¿Qué pasó con todo este bagaje cultural y filosófico de la derecha? ¿Se perdió en el limbo?

También lamenta el articulista que muchos católicos sólo practican su Religión de forma externa y han abandonado la caridad, lo que puede explicar la apostasía de las masas y el auge del comunismo ateo. ¡Vaya, un católico que no explica la deriva ateo-comunista únicamente mediante la demonización y la búsqueda de chivos expiatorios, sino que incluso entona un mea culpa por la parte que le toca! ¡Tiene que ser un rojo, como el Papa Francisco! Mejor hacerle caso a Jiménez Losantos y Julio Ariza con sus "guerras culturales" de mierda, que esos sí que saben y además son bellas personas.

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    • Por Javier de Miguel
      La denominada “revolución americana”, para ellos, no es más que un perfeccionamiento de la francesa.
      León XIII, en su carta Testem benevolentiae, advirtió contra aquellos que “quieren una Iglesia distinta en América de la que existe en todas las demás regiones”. Apreciaba el Papa con gran clarividencia cómo el espíritu de la “nueva sociedad” de los Estados Unidos de América, fundada en principios totalmente contrarios al orden social católico propuesto por la Iglesia desde sus inicios, amenazaba con contaminar las mentes de los propios católicos estadounidenses.
      Lo que León XIII quiso combatir fue precisamente lo que hoy, comúnmente, y en sentido más amplio, conocemos por “americanismo”, que, trasladado a nuestro mundo actual, no es más que la influencia global del poder y principios sociales que sustentan a los Estados Unidos de América. Ensoberbecidos por los principios que inspiraron la construcción de la Estatua de la Libertad, en la firme creencia de que se estaba fundando un nuevo mundo sobre los principios de la verdadera libertad, no se estaba haciendo otra cosa que otorgar carta de naturaleza a la filosofía racionalista liberal aplicada a la política, con el inestimable apoyo del protestantismo y la masonería, núcleo duro de la filosofía de sus adorados “padres fundadores”.
      La consecuencia inmediata de esta ideología fue la llamada “doctrina Monroe”, que pretendía establecer una tabla rasa de diferenciación y de definitiva emancipación de los valores de la “new society” respecto de cualquier condicionamiento procedente del exterior del continente. Muchos pueden entender este planteamiento como meramente geopolítico, pero efectivamente no es así, sino que tiene un alcance más amplio. No olvidemos que esta “doctrina” fue fundada en la fase final de la mal llamada “emancipación” de las provincias españolas de Ultramar, y por tanto, no puede entenderse sino en el contexto de la “des-hispanización” de Hispanoamérica, a la vez promovida por criollos burgueses y masones, como bien demuestra Ramiro de Maeztu en su “Defensa de la Hispanidad”. Se trataba pues, del primer plan de ingeniería social ejecutado por la entonces recién alumbrada nación, y que sirvió de paso para dar el toque de gracia al ya más que decadente imperio hispano, que no había representado sino el baluarte contra Lutero y el martillo de los antepasados de quienes siglos después desembarcaron para construir su “sueño americano”.
      Casi doscientos años después, la “doctrina Monroe” ha cruzado sus propias fronteras, y parece haberse reformulado tácitamente en algo así como “el mundo para los americanos”. La influencia social y cultural de los Estados Unidos, especialmente tras su confirmación como primera potencia tras la Primera Guerra Mundial, es indiscutible. Pero, ¿en qué consiste esa influencia? ¿en qué principios se asienta?
      Comenzando por la segunda cuestión, hay que decir que la denominada “revolución americana”, para ellos, no es más que un perfeccionamiento de la francesa: el traslado a sus últimas consecuencias, de los principios ilustrados. Para el americanista, el gran error de la revolución francesa fue su deriva totalitaria, el Leviathan administrativo que engendró, anulando despóticamente la viva organización social que le precedió para instaurar el germen de lo que más recientemente ha venido a llamarse por algunos el “neodirigismo tecnocrático”, es decir, la política como pura administración de un ingente aparato mecanicista, que es el Estado. La revolución americana, por el contrario, habría conseguido mejor que nadie plasmar socialmente esos ideales ilustrados de libertad e igualdad. Así, los americanistas consideran el gobierno de la voluntad general como otra forma tiránica, heredera de la monarquía absoluta, pero sin renunciar a los principios ilustrados e iluministas que inspiraron a 1789, y se inclinan por la división de poderes, en el marco de una sociedad estrictamente individualista y de laissez faire.
      En cuanto a la primera cuestión, esa influencia consiste en la exportación, a escala global, de esa filosofía profundamente individualista, economicista, pragmática, pelagiana y auto-suficiente. Sin vínculos de sangre, sin más méritos que la iniciativa individual y el afán constante de progreso material. Además, muchos liberales conservadores, entre ellos católicos, que ven sin disgusto ese espíritu materialista, se maravillan contemplando la idea de que Estados Unidos es, a la vez, la “nación religiosa”, tierra donde se armonizan perfectamente la libertad (liberal) con la moral. Pero para superar esta falacia, es necesario comprender la significación que tiene esa mención a lo religioso en relación al enfoque de las logias americanas respecto de las europeas. La masonería americana es deísta, mientras que la europea, comandada por la francesa, es generalmente atea y anticlerical. Luego la significación que tiene el término “dios” o “religión” en uno y otro contexto, en el fondo vienen a significar lo mismo, porque en realidad son la misma esencia traspuesta sobre dos estructuras diferentes. Y esa esencia es la negación sistemática de los principios católicos tradicionales en relación al orden social y político que tan brillantemente se plasmaron en la Cristiandad, así como la persecución de todo aquél que luche por implantarlos en el ámbito público. En el mejor de los casos, para el americano, la religión es una cuestión interna, de conciencia, en la que el Estado no debe inmiscuirse, pero nunca un asunto de Estado, donde sigue rigiendo el racionalismo político ultramoderno.
      Ante estas dos cuestiones, muchos católicos piensan también que, puesto que el sistema político estadounidense, por su configuración minimalista del Estado, respeta la conciencia individual a priori más que los sistemas políticos europeos, más inspirados en el totalitarismo revolucionario francés, coronado por una influencia neo-marxista gramsciana mucho más escasa al otro lado del charco, este modelo es el más adecuado para la convivencia de la Iglesia con la sociedad. O, lo que es lo mismo, la doctrina de la “Iglesia libre en el Estado libre”. Reformulado en términos más llanos: la irrelevancia social es el precio que la Iglesia debe pagar a cambio de que el Estado mantenga en su “burbuja” a los católicos, y no les incomode en el ejercicio de sus derechos y deberes ciudadanos, fundamentalmente desde el despliegue de amplios mecanismos jurídicos de objeción de conciencia, frente a las ya de por sí escasas intromisiones estatales en asuntos morales. Pues bien, esta tesis, además de contraria al Magisterio de la Iglesia, que constantemente a lo largo de los siglos ha enseñado la grave obligación de los gobernantes para con Dios y la Iglesia, es un síntoma de contagio de la mentalidad liberal americanista. Desde esta perspectiva tenemos el terreno sembrado para el comunitarismo clerical, que no es sino una especie dentro del individualismo, a saber, una auto-limitación de los efectos de la vida cristiana al ámbito de los iguales en la fe, solo que en este caso, el ente “individuo” se ensancha analógicamente a la “comunidad cristiana”.
      Para acabar, dos reflexiones que nos han de servir para ubicar este tema en las coordenadas de la más rabiosa actualidad: la primera, la situación venezolana, que no es (y sin que esto sirva para justificar un ápice el sangriento narco-régimen de Maduro) sino otro reflejo del afán de dominio estadounidense sobre los puntos geoestratégicos, otro experimento como el de las “primaveras árabes”, con el agravante de la situación geográfica en el continente americano, pero al que se puede vaticinar idéntico resultado a que a otras revueltas propiciadas por ellos, y después vendidas al mundo como “acciones de liberación”: caos, anarquía y más sufrimiento para la población civil; la segunda reflexión trata acerca del estupor generado por la aprobación, en el estado de Nueva York, de la ley que permite el aborto hasta el momento inmediatamente anterior al nacimiento (último paso antes de la legalización del infanticidio). “En el país de la libertad”, “en la ciudad de la estatua”, esto no puede ocurrir, se dicen muchos. Como si esta ley fuese una traición al espíritu americano de libertad, y no lo que realmente es: otra muestra del camino al que conduce la sociedad regida por la libertad entendida como el ejercicio de las pulsiones interiores del individuo. Que no es otro el leit motiv del liberalismo, y de su derivado, del americanismo.
      Ciertamente, no es que Europa esté mejor, pero lo que está claro es que plantear en términos americanistas la resolución del conflicto religión-sociedad moderna (conflicto que lleva más de un siglo pululando por los despachos vaticanos, sínodos y Concilio incluido), no hace sino agravar el problema, es decir, continuar alejando al mundo moderno de Dios. La Iglesia, custodia del Derecho natural (en otro tiempo denominado “derecho de gentes”), sencillamente no puede abdicar, tampoco en el orden social, de la lucha por “Instaurare Omnia in Christo”. La Iglesia no tiene que comprar su libertad, sino liberar al mundo de la esclavitud del pecado, hodiernamente, del pecado liberal y sus múltiples adyacentes. Y eso no se consigue construyéndole un safe harbour para su supervivencia, ni una open society para el “desenvolvimiento de su personalidad”. Se consigue restaurando las cosas en la Verdad, la única que nos hace libres. Pues no hay imagen que represente más la libertad que la cruz de Cristo.
      ——————————————————————

       Canal de Javier de Miguel en Youtube
    • Por Hispanorromano
      El americanismo como religión civil: teoría, mitos, praxis, frutos
      John Rao
       
      1. Introducción
      A primera vista podría parecer que el término america­nismo sólo expresa la tradicional devoción patriótica hacia los Estados Unidos como la tierra natal de uno. Sin embar­go, se refiere en realidad a una doctrina concreta sobre el papel redentor de América en la historia del mundo y a una forma concreta de vida coherente con dicha doctrina. Esa doctrina y esa forma de vida suponen una amenaza sin pre­cedentes, pero muy sutil, contra el catolicismo y contra el orden natural que el catolicismo respeta y aspira a perfec­cionar en Cristo.
      El carácter particularmente peligroso del americanismo proviene de que convierte a los Estados Unidos, de una mera nación que exige a sus ciudadanos obediencia debida y respeto, en una fuerza ideológico-religiosa sacramental y muy agresiva que busca una hegemonía global y no tolera oposición a lo que, en última instancia, no viene a ser sino el triunfo de una voluntad arbitraria y materialista.
      Su carácter particularmente sutil proviene de dos facto­res: en primer lugar, de su insistente pretensión de no ser una creencia, sino sólo una directriz «práctica» y «pragmáti­ca» que asegura un orden social pacífico sobre la base de otorgar «libertad» para todos en el seno de un mundo divi­dido; y, en segundo lugar, de su éxito en convencer a la gente de que esta pretensión de pragmatismo es tan obvia­mente verdadera como para impedir cualquier investiga­ción intelectual seria sobre su condición fraudulenta.
      Pero, ¿cómo surgió y se consolidó esta fuerza peligrosa y sutil?
      2. Expansión del fideísmo pluralista
      Los Padres Fundadores y sus inmediatos sucesores cons­truyeron los Estados Unidos sobre todo con materiales pro­venientes de la herencia británica de América. Pero esta herencia, a finales del siglo XVIII, era esquizofrénica.
      Por un lado, la herencia británica incluía la influencia del cristianismo, en particular bajo aquella forma calvinista que insistía con rigor en la doctrina protestante básica de la corrupción absoluta de la naturaleza humana. Esta doctrina dejaba a los individuos como esclavos impotentes del peca­do, que dependen para salvarse de la previa elección de un Dios omnipotente a quien aún esperaban de alguna mane­ra mover a misericordia a través de su fe en El. No había espacio para una Iglesia sacramental y basada en la autori­dad, a la que se juzgaba tan corrompida como el resto de la naturaleza, y por tanto incapaz de actuar con autenticidad, santidad y eficacia. Aunque las comunidades religiosas influidas por el calvinismo continuaban existiendo, eran como tenaces restos del pasado útiles para la supervivencia del Estado —como el dócil anglicanismo del siglo XVIII— o bien como mecanismo puramente utilitario de defensa de las creencias individuales frente a autoridades políticas opresoras, como en el caso de los puritanos.
      Por otro lado, la herencia británica también incluía la influencia de la llamada Ilustración moderada, en cuya for­mación habían desempeñado un papel principal algunos anglicanos y puritanos. Los defensores de la Ilustración moderada que tenían ideas religiosas contemplaban horro­rizados el ateísmo de pensadores radicales como Baruch Spinoza (1632-1677) y querían fomentar la creencia en un Creador y en una vida piadosa según Su voluntad. Pese a ello, estaban convencidos de que el plan del Creador no podía ser conocido y seguido mediante la obediencia a las religiones confesionales, cuyas implacables disputas atraían la burla hacia la fe en sí misma. Dios, insistían, sólo debía ser honrado en una forma que parecía dar la vuelta a la idea de la corrupción total de la naturaleza humana: mediante el progreso pacífico del mundo natural que El había dado a los hombres como hogar, el cual sólo exigía para su buen gobierno esa doctrina moral cristiana obvia que se suponía formaba parte integral e incuestionable de la herencia occi­dental común.
      Pero la Ilustración británica moderada no fue sólo el tra­bajo de hombres que conservaban cierta fe en un Dios Creador. Su influencia pacificadora sobre la vida religiosa la conquistó en alianza con los propietarios ingleses. Aunque, en cuanto protestantes, a los miembros de esa clase les inte­resaba librarse de la catolizante dinastía Estuardo, lo que principalmente les preocupaba como propietarios era que los esfuerzos de los Estuardo para fortalecer el Estado consti­tuían una amenaza para la gestión sin trabas de su fortuna personal y para su libertad de incrementarla. Las corrientes religiosa y secular convergieron para formar esa oligarquía whig que hizo posible la Revolución Gloriosa de 1688 y la sucesión protestante del siglo XVIII. John Locke (1632­1704) elaboró los presupuestos filosóficos y políticos de esa Revolución. Y su influencia sobre el sistema americano a tra­vés de hombres como james Madison (1751-1836), padre de la Constitución americana, fue extraordinaria.
      Madison captó la importancia de dos ideas centrales afir­madas por Locke: la tolerancia religiosa y la división de los poderes gubernamentales.
      Locke consideraba la tolerancia religiosa como un prin­cipio eminentemente cristiano que apreciaría el pueblo pia­doso. Después de todo, ¿no dejaba espacio para la expresión pública de las creencias en un mundo donde todas las con­fesiones estaban amenazadas por la opresión del Estado? Y es verdad que lo dejaba. Sin embargo, lo que la hacía políti­camente atractiva para Madison —como para Voltaire— era el efecto práctico de esa tolerancia sobre las religiones organi­zadas en un país como los Estados Unidos. En efecto, la libertad de religión en América garantizaba una «guerra de todos contra todos» entre innumerables denominaciones, haciendo imposible para cualquier fe concreta asumir la autoridad pública central y conducirla según sus deseos. En otras palabras, esta idea, en apariencia liberadora, condena­ba a las religiones cristianas organizadas a un conflicto con­tinuo, debilitante y sectario y en consecuencia a la impotencia pública. Bajo tales condiciones, los miembros más materialistas de la oligarquía whig (preocupados ante todo por la paz y la tranquilidad necesarias para la expan­sión de sus negocios sin la interferencia supervisora de una Iglesia moralizante) podían continuar floreciendo.
      La división de los poderes gubernamentales erigiendo check and balances [controles y contrapesos] contra los actos arbitrarios emergía como una realidad histórica ajena a la experiencia inglesa de los siglos XVI a XVIII. El papel que desempeñaban las ramas ejecutiva, legislativa y judicial del gobierno debía ser aceptado para evitar la guerra civil y ase­gurar la tranquilidad. Pero un efecto colateral de esta acep­tación era una semiparálisis del gobierno que limitaba el alcance de la autoridad pública. Esto creaba un vacío en el que grupos e individuos particulares podían medrar con mayor libertad —y actuar con mayor arbitrariedad— que bajo los Estuardos. El gobierno americano con «controles y con­trapesos» se convertía así en un nuevo baluarte para la supervivencia y aumento de libertad de la oligarquía colo­nial obsesionada con la propiedad.
      Sin embargo, los Fundadores y sus sucesores se enfrenta­ban a dos problemas, el primero de los cuales era el carác­ter cada vez menos británico de los Estados Unidos. Las inmigraciones masivas del siglo XIX y primeros del siglo XX aseguraron la llegada de un caleidoscopio de grupos étnicos diferentes y de nuevas configuraciones religiosas y culturales. No todos ellos compartían la pasión (el «sentido común») de la Ilustración moderada por una paz social protectora de la libertad económica individual. Pero Madison, al discutir los beneficios de la Constitución americana en los Papeles Federalistas, había insistido en la capacidad de la nueva maquinaria federal para manejar la ruptura que ese cambio social pudiese causar. De modo que si aparecían desequili­brios, el nuevo sistema combinado formado por la libertad religiosa, los «controles y contrapesos» y el ethos antisocial y contrario a la autoridad que permea la visión calvinista rompería esas comunidades y «multiplicaría las facciones» en su seno. Fomentando una vez más la guerra de todos contra todos, podía prevenir el dominio de cualquier nueva fuerza organizada, religiosa o de otro tipo.
      Un segundo problema que debían afrontar los Funda­dores y sus herederos era más complicado: la continua influencia, dentro de la esquizofrénica herencia británica, de un individualismo radical y melifluo que por pura lógica trabajaba para destruir el «cristianismo del sentido común» y el poder de la oligarquía propietaria. A medida que aumentaba el énfasis en la libertad individual, se iban rede­finiendo las causas que según «el sentido común» justifica­ban la limitación de la libertad personal en nombre del orden público. El «sentido común» moldeado por el indivi­dualismo radical iba desacreditando gradualmente la autén­tica noción de «limitaciones», arruinando la capacidad de uno para imponer a otro su concepto de lo racional y lo irra­cional, lo correcto y lo incorrecto, lo justo o lo injusto. El caos amenazaba.
      Sin embargo, el contrapeso de la pasión anglo-america­na por una tranquilidad favorable a la propiedad no había desaparecido en absoluto. La «opción» conservadora por un orden social que restringiese las consecuencias de una liber­tad individual empecinada se manifestaba —a menudo en el mismo individuo— en la pasión por la libertad personal. Quienes hicieron esta opción conservadora creyeron que América debía ser salvada a la vez por el orden y por la liber­tad. Para conseguir ese objetivo hacía falta un nuevo sistema de pensamiento que insistiese en la importancia de ambas. Pero este trabajo conservador fue realizado mediante una transformación revolucionaria de los Estados Unidos: de ser una nación normal pasó a ser una religión universal, evan­gélica y redentora.
      La carrera de América como religión redentora comen­zó describiendo la huida de los Padres Peregrinos de la per­versa Europa católica como el camino hacia la construcción de una Nueva Jerusalén que serviría de faro para el mundo entero. Muchos puritanos que perdieron su fe en el Dios cristiano transfirieron esta convicción religiosa a su visión moderada de la Ilustración, viendo la mano de Dios en el nacimiento de un nuevo sistema americano. Abraham Lincoln acrecentó sin tasa dicho proceso de divinización insistiendo en las primitivas llamadas de Benjamin Franklin a una «religión civil» que subrayaría el carácter sagrado del experimento americano. Lincoln quiso enterrar a los Padres Fundadores y los documentos fundacionales de la nación —la Declaración de Independencia y la Constitución— en templos seculares con llamas ardiendo perpetuamente en su honor. Su religión civil predicaba el mensaje de que a través de América, Dios y los Fundadores habían aportado «la últi­ma y mejor esperanza de la humanidad» (en frase de Ronald Reagan) tanto para la paz del orden social como para la libertad individual.
      Por desgracia, la fe en América ocultaba el hecho de que en el orden que esa fe establecía, los más apasionados y los más tenaces individuos y facciones tenían ventaja sobre cual­quiera que continuase jugando con las reglas supuestamen­te invariables del sentido común que el sistema aún proclamaba defender. La paz y la libertad se reconciliaban, pero asegurando la construcción de un pseudo-orden que garantizase la victoria de los fuertes sobre los débiles. La voluntad de los más fuertes —cuyos representantes siempre podrían cambiar, por supuesto— se convertía así en intérpre­te de la voluntad de los Fundadores, de la «intención origi­naria» de los «textos» fundacionales, del «sentido común» y —dada la necesidad de apaciguar el sentimiento religioso americano— de la voluntad de Dios.
      Descubrir la diversidad de influencias contradictorias que esconde esta victoria exige un complejo estudio doctri­nal, filosófico, histórico, sociológico y psicológico. A los «ciudadanos verdaderamente libres» que actúan bajo la égida americana se les presiona para evitar una investiga­ción semejante. Además de condenarla como un empeño traidor y antipatriótico peligroso para el triunfo de la «últi­ma y mejor esperanza de la humanidad», los portavoces de la nueva religión civil también insisten en su intrínseca falta de sentido práctico. Una vez más, no era mediante estudios espirituales e intelectuales causantes de división, sino sólo mediante un indefinible «sentido común» y una explota­ción pragmática de la naturaleza material, como se conse­guirían la paz social, los frutos de la libertad y la bendición de Dios.
      Un salto cuántico evangelizador de esta pragmática reli­gión civil americana tuvo lugar en torno a 1890. Y los pro­nunciamientos del presidente Woodrow Wilson en 1917 y 1918 sobre los objetivos de la primera guerra mundial des­velaron esa evangelización con absoluta claridad a quien no se hubiese dado cuenta de su crecimiento antes del conflic­to. Es verdad que la difusión americana del mensaje se ralentizó en los años 20 y30 del siglo XX, sobre todo para purgarlo de la contaminación que podía haber supuesto una Europa destrozada por la guerra, revolucionaria e impía. Pero todo cambió al finalizar la segunda guerra mun­dial, cuando el común de los americanos asumió como dato incuestionable el papel evangélico de la nación como guía del universo, y se prepararon para llevar la luz a las oscuras cuevas extranjeras.
      En aquel tiempo, muchos de los habitantes del prostra­do Viejo Mundo parecieron estar de acuerdo en que el men­saje de América era irresistible. Después de todo, para la mayor parte de los hombres la victoria es un argumento sufi­ciente para sofocar todas las dudas sobre la superioridad del vencedor, sea quien sea. Además, este vencedor americano llegó con el apoyo entusiasta de sus ciudadanos —entre ellos notables y fervientes cristianos— y con la reputación de ase­gurar el orden, la libertad y una prosperidad sin límites «para los cansados, los pobres, las masas abigarradas, los marginados ansiosos de ser libres» (según reza el poema de Emma Lazarus inscrito en el pedestal de la estatua de la Libertad).
      3. El catolicismo y el credo pluralista americano
      Roma no celebró el nacimiento del sistema americano como si contuviese la respuesta universal a las convulsiones políticas y sociales. Sin embargo, el Papado estaba demasiado encallado en los problemas europeos, desde la revolución radical a la guerra cultural progresista y el modernismo teoló­gico, como para situar en el centro de sus intereses una con­sideración a largo plazo de lo que estaba pasando en Estados Unidos. Pero otros sacerdotes y laicos dieron un paso adelan­te allí donde los sucesores de Pedro estaban ausentes. Y desde el principio, asumieron que la «última y mejor esperanza de la humanidad» ofrecía una guía práctica para la resolución de los problemas tanto religiosos como seculares.
      El padre Isaac Hecker (1819-1888), fundador de los pau­listas, predicaba, como dice su monumento en Nueva York, una unión entre el catolicismo y América que supondría «un futuro más brillante que cualquier pasado». Prelados como James Gibbons (1834-1921), John Ireland (1838­1918), John Keane (1839-1918) y Denis O'Connell (1849­1927) llevaron su mensaje a la siguiente generación y al seno del mismo Viejo Continente, utilizando como plataformas la flamante Universidad Católica de América en Washington y el Colegio Norteamericano de Roma.
      No faltaron críticos de lo que se llamó entonces «ameri­canismo» en aquellos primeros años de su fervor evangélico. En particular, tres profesores europeos de la Universidad Católica de América —monseñor Joseph Pohle y los padres George Péris y Joseph Schróder— empezaron un análisis sustantivo del mensaje contenido en este pragmático «siste­ma que sustituiría a todos los demás sistemas», expresando serios recelos sobre sus consecuencias materialistas. El arzo­bispo Paolo Satolli, delegado apostólico, que vivió en la Universidad Católica durante algunos años en torno a 1890, compartía sus temores.
      Convencido por estos hombres de que estaba sucedien­do algo perjudicial, pero también de que la propensión «pragmática» y anti-intelectual del american way  [la vía ame­ricana] hacía difícil a sus partidarios comprender sus posi­bles errores dogmáticos, el Papa León XIII condenó lo que identificaba como «posible herejía» en dos encíclicas: Lon­ginqua oceani (1895) y Testem benevolentiae (1899).
      Sin embargo, con la entrada de Estados Unidos en la pri­mera guerra mundial la labor de esta primera hornada de críticos se quebró, al quedar comprometida por el acusado papel en ella de los americanos de origen alemán. La era ais­lacionista de entreguerras se caracterizó por una intensa ins­trucción en la religión civil americana. La comunidad católica, que ya no estaba alimentada por la marea de nue­vos inmigrantes, se encariñó más con la doctrina americanis­ta y sus héroes. En la época en la que una confiada América post segunda guerra mundial estaba preparada para difun­dir su mensaje de forma consistente y autorizada, los creyen­tes se unieron con ilusión a la proclamación de sus beneficios, insistiendo en su valor católico no menos que secular, pues propugnaban la imitación de la piadosa vía americana como la única defensa posible contra el comunis­mo ateo y, por consiguiente, como el baluarte evidente de la Iglesia universal.
      4. Morir sonriendo
      Pero la libertad y el orden que los católicos americanos habían obtenido por medio de la religión nacional civil eran, de nuevo, una «libertad» y un «orden» basados en ele­mentos peculiares y a menudo contradictorios: el calvinis­mo, la Ilustración moderada y el materialismo whig que, en influencia mutua, conformaban la cultura americana.
      Bajo esa pauta común, los católicos descubrieron que su libertad tenía un doble carácter. Por un lado, era la libertad individualista radical que los puritanos secularizados y los whig anti-institucionales de la Ilustración moderada que­rían que tuviese: una libertad que «sonaba cristiana» porque aún se predicaba a menudo en el lenguaje bíblico protestan­te. Por otro lado, era una libertad que no debía molestar el orden pragmático y naturalista preferido por los pensadores de la Ilustración moderada y por los propietarios, una liber­tad que evitaba el «pensamiento que genera división» e «integraba» su pragmatismo en una concepción puramente materialista de la vida.
      Esa libertad destruía la libertad de las comunidades. Cualquier Iglesia dispuesta a usar su libertad para conseguir una autoridad social católica estaba atacando la libertad real. La verdadera libertad significaba sólo la libertad concedida a los creyentes para debilitar las estructuras eclesiales comuni­tarias, para multiplicar las facciones en el seno de la Iglesia, y para impedirle cualquier impacto serio en la esfera públi­ca. Pero una Iglesia actuando «con pragmatismo» en este tipo de sociedad libre estaba destinada a convertirse sólo en la impotente rama católica de la más amplia «Iglesia» ame­ricanista.
      Más aún, incluso la libertad de los católicos a nivel individual resultaba espiritual e intelectualmente empobrecida y limitada, dado que su libertad personal de pensamiento estaba separada de su libertad personal de acción. El ameri­canismo les decía que podían pensar pero no actuar, pues toda acción basada en el pensamiento podría suscitar divi­sión en un mundo como el nuestro, de diversidad creciente e inevitable. Por tanto, nunca podría permitirse a Cristo ser Rey sobre la sociedad, allí donde el corazón, la mente y la voluntad de los individuos se forman con mayor eficacia.
      Al negar la importancia crucial del entorno en la confi­guración de mentes y almas, al forzar a los católicos a cons­truir un dique contra toda acción enérgica fundada sobre la Razón y la Fe, su pensamiento y sus creencias se reducían a una esterilidad introspectiva. Presionados para evitar todo comportamiento no integrador y/o que introdujese división en la esfera pública, acabaron adoptando aquellos estándares de acción humana puramente materialista que considerase más «prácticos» cualquier naturalista con determinación firme de los que en cada momento dominasen la sociedad. Y como este magisterio americanista guiaba cada vez más todos los aspectos de la vida externa de los creyentes, vino a remodelar, según sus dictados, su personal e interna com­prensión del magisterio católico: esencialmente, modifican­do en ese proceso su valoración de las exigencias prácticas de la Fe sobre su vida diaria.
      Esta evolución ya era obvia mucho antes de los años sesenta, pero la concentración de los fieles en barrios de inmigrantes (mantenida por la inercia social y económica que acompañó a la gran depresión y a la segunda guerra mundial) eclipsaba una conciencia clara de ella para la mayor parte de los creyentes y para los americanos en su conjunto. La postguerra contempló luego un movimiento masivo de católicos a barrios multirreligiosos, donde aceptar o rechazar la religión civil americanista tenía mucha más importancia para los diversos grupos que conformaban la sociedad americana. Así, cuando un concilio ecuménico que se quiso «pastoral» y la orientación de su «espíritu» vagaron por el ambiente de «paz y libertad» moldeado por la visión del mundo americanista (ahora conocida bajo el más amplio título de pluralismo), las compuertas se abrieron de golpe.
      Como consecuencia, todo aquello que permitía el magis­terio americanista-pluralista buscaba derecho de ciudadanía en el campo católico. Las autoridades de la Iglesia americana mostraron su «apertura» a este novus ordo saeculorum miran­do con respeto todo lo que no había sido aprobado o anima­do en el pasado por la doctrina y la tradición católicas. Cada acción «integradora» requería por su parte un nuevo pro­grama, una forma diferente de educación, una puesta al día de la estructura física de la iglesia parroquial, y un cambio en la liturgia para acomodarla a él. Estos cambios sustituían siempre algo claramente católico por ideas y símbolos clara­mente no católicos.
      Sin embargo, como era de prever, la insistencia en la «apertura» condujo a que la rama católica de la Iglesia ame­ricanista pluralista fuese dominada por esas personalidades fuertes y por esas comunidades no naturales a las que la nación había dado nacimiento: hombres y facciones preocu­pados por la propiedad y la libertad económica, por las cues­tiones sexuales y por una forma u otra de la misión evangélica de liberación política y social de América. La ver­dadera paz y la libertad exigían la identificación del catoli­cismo con cualquier cosa que promoviesen las voluntades y los lobbies naturalistas más fuertes en una diócesis o parro­quia u orden religiosa.
      Sin embargo, puesto que esa evolución tuvo lugar en el seno de un sistema cuyos Fundadores e instituciones decían proteger la libertad de la Iglesia con mayor eficacia que nunca antes en la historia, ¡se proclamó imposible todo peli­gro para la integridad de la religión! Lo único impensable era que pudiese haber el más mínimo punto de conflicto entre, por un lado, la misión de los Fundadores y los textos fundacionales (ahora bautizados como católicos), y, por otro, la fe católica real e histórica. La Iglesia y el Estado esta­ban así unidos como nunca antes en la historia.., en el terre­no clásico de su supuesta separación. Por tanto, la «última y mejor esperanza de la humanidad» mantenía su imagen intangible, sus víctimas nunca reconocían el veneno, y podía continuar una y otra vez causando estragos de forma dema­siado predecible.
      Tan eficaz ha sido esa asociación con la religión civil, que a mis propios estudiantes de universidad, casi todos educa­dos en el sistema escolar católico, literalmente tuve que pre­sentarles la Fe de siempre como una exótica nueva religión. Creen que la «tolerancia» es el dogma capital de la Iglesia y que Dios desea el debilitamiento de todas las instituciones de autoridad. Virtualmente todos dentro y fuera del aula alaban la religión civil y sus héroes como si representasen la esencia del catolicismo y de la Acción Católica. Los fieles dan gracias a Dios en la misa de acción de gracias por que los Padres Peregrinos fuesen providencialmente rescatados de la opresión religiosa. Interpretan a Santo Tomás de Aquino a través de los escritos de Thomas Jefferson y Abraham Lincoln. Y al tiempo que niegan la innegable per­tenencia de muchos Fundadores a logias masónicas anticatólicas, se refugian en una legendaria aparición de la Santísima Virgen a George Washington, a quien se atribuye también una ficticia conversión en el lecho de muerte.
      Pero ¿cómo podría haber sucedido esto sin la ayuda de una «fuerza policial americanista pluralista» que empuja a los católicos al gulag si no cumplen con la religión civil y sus dogmas? Algunos creyentes atormentados (esos que recha­zan ciertas enseñanzas de la Iglesia sobre fe y moral pero todavía desean mantener el nombre de «católicos» por afec­to sentimental, interés o pura falta de lógica) encontraron en el pluralismo americanista una justificación efectiva para su rebelión. Después de todo, la verdadera libertad americana exigía respeto ante la valiente discrepancia individual res­pecto a las autoridades eclesiales comunitarias. Y, una vez más, nadie podría concebir que esa libertad pudiese dañar a la Iglesia de Cristo, porque el sistema americano, por defi­nición, era «obviamente» favorable a la causa de la religión.
      Sin embargo, la explicación de por qué han sido con­quistados por el pluralismo la mayor parte de los católicos —tanto la masa original de inmigrantes, salvaje, combativa e ignorante, como sus descendientes más ricos y mejor educa­dos pero que siguen sobrecargados de trabajo— es mucho más sencilla. Vino a través del impacto del Zeitgeist, cuyos datos incuestionables se le enseñaron a todos sin cesar en su entorno social, con todos los medios posibles, desde el naci­miento a la tumba. La mayor parte de los católicos america­nos carecía de argumentos serios para defenderse de sus efectos. Sí, entendían muy bien cómo desenmascarar los problemas y contradicciones de un Zeitgeist que no compar­tía las bendiciones del orden y la libertad americanos: la Cristiandad medieval, por ejemplo. Pero eran incapaces de enfrentarse a los posibles defectos de su propio tiempo y espacio.
      Por desgracia, la lógica del pluralismo americanista con­vierte en impotentes las buenas acciones de los católicos bienintencionados. La castración se realiza apartándoles de los ataques católicos verdaderamente pragmáticos al mal y de imaginativas estrategias para expresar su oposición en un intento, enervante y sin esperanza, de «cambiar» la maquina­ria constitucional del sistema mismo. Esta maquinaria, como indica El federalista, es una especie de agujero negro, plaga­dos de «controles y contrapesos» diseñados para evitar cual­quier cambio que rechacen los elementos más dominantes y determinados de la sociedad. Los católicos son atraídos a luchar dentro de un cierto número de «líneas Maginot» dentro de las cuales creen estar trabajando para una buena causa católica, al tiempo que no hacen nada práctico, y en realidad animan los ataques a las enseñanzas de la Iglesia en otras materias. Esto sucede con reiteración con los activistas provida y su alianza con el Partido Republicano. Los católicos alaban al partido por su posición provida (que no se traduce en nada), mientras que los republicanos promueven con entusiasmo un sistema de valores materialista, indivi­dualista y evangélicamente americanista, creando ese tipo de ciudadano que aborta o lucha en un conflicto injusto para difundir las bendiciones de la «libertad» americanista en Oriente Medio.
      Los mismos apologistas católicos recurren a argumentos sugeridos por un pluralismo americanista ávido de convertir el catolicismo en algo contradictorio y autodestrucúvo. Los cardenales americanos a quienes se solicitó comparecer ante el Congreso para testificar contra el aborto y las conse­cuencias inmediatas de Roe vs Wade insistían en que no lo hacían como prelados de la Iglesia católica —lo cual cual­quier lobista deseoso de una victoria real habría hecho— sino sólo como «cualquier otro ciudadano». Cada cierto tiempo se pide el apoyo de la «voluntad popular», que no sólo podría volverse un día contra las enseñanzas de la Iglesia, sino que ya lo ha hecho. Peor aún, rechazan los ataques a la doctrina y a la libertad de acción de la Iglesia apelando a un retorno al «verdadero americanismo» y a la «voluntad de los Padres Fundadores». Pero la castración de la Iglesia católica y la impotencia pública de su doctrina moral es el objetivo del «verdadero americanismo» y la «voluntad de los Padres Fundadores». Y la constante y repetida insistencia en la necesidad de volver a la voluntad de los Fundadores es en sí misma indicativa del carácter peligrosamente arbitrario de las «decisiones» políticas del siglo XVIII, que sólo parecen mejores si las comparamos con más de dos siglos de sus desastrosas consecuencias.
      Permítanme que me apresure a advertir de que hay ame­ricanos defensores de los principios católicos que no son víc­timas de semejantes tentaciones. Sin embargo, su capacidad para discutir cualquiera de los frutos del americanismo está muy limitada por la influencia sobre sus conciudadanos (creyentes y creyentes) del Indice de temas prohibidos de la religión civil, que niega uno por uno todos los instrumentos teológicos, filosóficos, históricos, psicológicos y sociológicos necesarios para desvelar el fraude como intrínsecamente peligroso para mantener un orden civil pragmático y una utilización práctica de la libertad individual. Condena el deseo de usar esas armas como una falta de «obvio sentido común» por parte de críticos fanáticos y no realistas. Tales hombres, simplemente, molestan la paz y la tranquilidad de sus vecinos, y también la de sus compañeros católicos. ¿Y con qué objeto? A fin de cuentas, ¿no han conseguido los católi­cos éxitos financieros? ¿No fue un católico elegido presiden­te en 1960? ¿Qué más importa realmente para los hombres libres prácticos en la esfera temporal?
      Si los defensores de la verdad católica aceptan el reto de esa línea argumental e intentan demostrar los peligros prácticos a largo plazo del pluralismo americanista —en particu­lar, su creación de un pseudo orden en el que predomina la voluntad de los más fuertes—, entonces para acallar el diá­logo se recuerda la incuestionable piedad y la innata bon­dad de la vía americana. Se acusa ahora al apologista de falta de fe en la naturaleza «cristiana» del sistema, aunque ésta se haya revelado a través de la voluntad subjetiva de los Padres Fundadores y la hayan interpretado los hombres fuertes del momento. En este caso, los defensores de la fe son condenados por su rechazo cínico a la «última y mejor esperanza» dada por Dios para la paz social y la libertad individual: por su cínica falta de caridad hacia la humani­dad sufriente.
      Si tales católicos persisten en su posición e insisten en que están siendo sometidos a un ataque irracional, siendo acusados a la vez de no ser prácticos, de candidez, de cinis­mo falto de fe, la inquisición que opera en nombre del magisterio pluralista americanista desenfunda todas las armas a su disposición. Son ridiculizados por su cuestiona­miento antipatriótico de la vía americana. Como enemigos de la única vía divina a la paz y a la libertad, son también denunciados como belicistas, fascistas, antisemitas, apologetas del genocidio, terroristas y, en último lugar pero no por ello lo menos importante, como simples lunáticos que necesitan terapia psicológica más que una respuesta inte­lectual.
      5. Un modelo americano victorioso
      Pocos católicos tienen aguante para llegar a ese estadio final de diálogo infructuoso. Y esas almas fuertes que po­drían tener voluntad para seguir luchando se encuentran con que el inmisericorde entorno materialista construido por el sistema pluralista americano les hace difícil conti­nuar. Ese entorno exige trabajo y cada vez más trabajo sólo para sobrevivir. Incluso el oponente más vigoroso, pasado el tiempo, simplemente estará demasiado exhausto para per­mitirse el lujo de criticar la religión civil americanista y sus consecuencias en las pocas horas de reposo que le queden al final de un día sobrecargado.
      En las últimas décadas los defensores de la religión plu­ralista americana han incrementado su confianza en sí mis­mos. Demostraron ser lo bastante fuertes para castrar al catolicismo, aparentemente convenciendo a los creyentes en todas partes de que el «momento católico» basado en la adopción de los principios de la Ilustración moderada por fin ha llegado. Convirtieron a los apparatchiks marxistas al servicio de la más exitosa forma de materialismo, encontran­do para ellos una buena posición en multinacionales y empresas criminales organizadas. Ahora los defensores de la fe pluralista americanista están entusiasmados con que una derrota del islam ofrecerá la oportunidad de terminar con las divisiones para integrarlo todo en un «imperio mundial» cultural y pacífico. El amanecer de un día en el que ya no se podrá ni recordar que hubo otra opción distinta al mensaje liberador de América parece al alcance de la mano. La his­toria está a punto de llegar a su conclusión: un tema muy querido por los neo-conservadores, que han encontrado una forma de combinar el americanismo con el marxismo trotskista.
      El marxismo fue algo horrible. Sin embargo, la ideología marxista era tan patentemente fraudulenta que llevaba en sí un mecanismo de autodestrucción. Si se la compara con una bebida, diríamos que ofrecía un brebaje con un veneno que uno podía probar y luego rechazar antes de que llegase al punto de destruir a quien lo probase. El pluralismo ameri­canista ofrece un problema distinto. Una sociedad pluralis­ta parece familiar. Su continua apelación al lenguaje cristiano y su llamada a la libertad religiosa la hacen parecer algo tradicional e incluso amistoso a nivel «práctico». Ofrece un cóctel envenenado que sin embargo tiene un sabor agradable y durante un tiempo parece dar lo que pro­mete: tranquilidad, libertad personal y cierta prosperidad material.
      Uno no se da cuenta, hasta el momento en que llega al fondo del vaso, de que en verdad no hay nada en él, de que el veneno ha hecho su trabajo y de que uno ya no tiene fuer­za para rechazar otro trago. Los miembros desecados, «libres», sin sentido, de este «club» pluralista americanista al que la Iglesia se ha reducido bajo dicha tutela brindan por su opresor a medida que son sometidos a eutanasia. «Sonríen» al tiempo que sucumben a lo que el americanis­mo supone realmente: un insulto supremo a la mente y al alma humanas en su deseo de aprender a hacer lo verdade­ro, lo bueno y lo bello, tanto a nivel natural como sobrena­tural. Los argumentos intelectuales diseñados para quitarles esa sonrisa de la cara son inútiles. Este tipo de demonio sólo puede ser expulsado mediante el ayuno y la oración.
       
      Verbo, núm. 511-512 (2013), p. 125-141.
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    • https://www.mundorepubliqueto.com/2020/05/01/no-todo-lo-que-brilla-es-oro/

      Una vez más, por aprecio a estos amigos dejo solo el enlace para enviar las visitas a la fuente.

      Solo comento la foto que ponen de un congreso internacional identitari que hubo un México. Ahí se plasma el cáncer que han supuesto y parece que aún sigue suponiendo aquella enfermedad llamada CEDADE. En dicha foto veo al ex-cabecilla de CEDADE, Pedro Varela -uno de esos nazis que se dicen católicos- junto a Salvador Borrego -que si bien no era nazi, de hecho es un mestizo que además se declara hispanista y favorable a la mezcla racial propiciada por la Monarquía Católica,  sí que simpatizó con ellos por una cuestión que quizá un día podamos comentar- uno de los "revisionistas" más importante en lengua española, así como el también mexicano Alberto Villasana, un escritor, analista, publicista, "vaticanista" con gran predicamento entre los católicos mexicanos, abonado totalmente a la errática acusación contra el papa Francisco... posando junto a tipos como David Duke, ex-dirigente del Ku Kux Klan, algo que lo dice todo.

      Si mis rudimentarias habilidades en fisonomía no me fallan, en el grupo hay otro español, supongo que también procedente del mundillo neonazi de CEDADE.

      Imaginemos la corrupción de la idea de Hispanidad que supone semejante injerto, semejante híbrido contra natura.

      Nuestra querido México tiene la más potente dosis de veneno contra la hispanidad, inyectado en sus venas precisamente por ser un país clave en ella. Es el que otrora fuera más próspero,  el más poblado, también fue y en buena parte sigue siendo muy católico, esta en la línea de choque con el mundo anglo y... los enemigos de nuestra Hispanidad no pueden permitir una reconciliación de ese país consigo mismo ni con la misma España, puente clave en la necesaria Reconquista o reconstrucción. Si por un lado está infectado por el identitarismo amerindio -el indigenismo- por el otro la reacción está siendo narcotizada por un identitarismo falsohispanista, falsotradicionalista o como queramos verlo, en el cual CEDADE juega, como vemos, un factor relevante.

      Sin más, dejo ahí otra vez más mi sincera felicitación al autor de ese escrito. Enhorabuena por su clarividencia y fineza, desde luego hace falta tener personalidad para ser capaz de sustraerse a esa falsa polarización con que se está tratando de aniquilar el hispanismo.

       





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    • La libertad sexual conduce al colapso de la cultura en tres generaciones (J. D. Unwin)
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    • Traigo de la hemeroteca un curioso artículo de José Fraga Iribarne publicado en la revista Alférez el 30 de abril de 1947. Temas que aborda: la desastrosa natalidad en Francia; la ya muy tocada natalidad española, especialmente en Cataluña y País Vasco; las causas espirituales de este problema, etc.

      Si rebuscáis en las hemerotecas, hay muchos artículos de parecido tenor, incluso mucho más explícitos y en fechas muy anteriores (finales del s. XIX - principios del s. XX). He traído este porque es breve y no hay que hacer el trabajo de escanear y reconocer los caracteres, que siempre da errores y resulta bastante trabajoso, pues ese trabajo ya lo ha hecho la Fundación Gustavo Bueno.

      Señalo algunos hechos que llaman la atención:

      1) En 1947 la natalidad de Francia ya estaba por los suelos. Ni Plan Kalergi, ni Mayo del 68, ni conspiraciones varias.

      2) Pero España, en 1947 y en pleno auge del catolicismo de posguerra, tampoco estaba muy bien. En particular, estaban francamente mal regiones ricas como el País Vasco y Cataluña. ¿Será casualidad que estas regiones sean hoy en día las que más inmigración reciben?

      3) El autor denuncia que ya en aquel entonces los españoles estaban entregados a una visión hedonística de la existencia, que habían perdido la vocación de servicio y que se habían olvidado de los fines trascendentes. No es, por tanto, una cosa que venga del Régimen del 78 o de la llegada al poder de Zapatero. Las raíces son mucho más profundas.

      4) Señala que el origen de este problema es ético y religioso: se ha perdido la idea de que el matrimonio tiene por fin criar hijos para el Cielo. Pero también se ha perdido la idea del límite: las personas cada vez tienen más necesidades y, a pesar de que las van cubriendo, nunca están satisfechas con su nivel de vida.

      Este artículo antiguo ilumina muchas cuestiones del presente. Y nos ayuda a encontrarle solución a estos problemas que hoy nos golpean todavía con mayor fuerza. Creo que puede ser de gran provecho rescatar estos artículos.
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    • En torno a la posibilidad de que se estén usando las redes sociales artificialmente para encrespar los ánimos, recojo algunas informaciones que no sé sin son importantes o son pequeñas trastadas.

      Recientemente en Madrid se convocó una contramanifestación que acabó con todos los asistentes filiados por la policía. Militantes o simpatizantes de ADÑ denuncian que la convocó inicialmente una asociación fantasma que no había pedido permiso y cuyo fin último podría ser provocar:

      Cabe preguntarles por qué acudieron a una convocatoria fantasma que no tenía permiso. ¿Os dais cuenta de lo fácil que es crear incidentes con un par de mensajes en las redes sociales?

      Un periodista denuncia que se ha puesto en marcha una campaña titulada "Tsunami Español" que pretende implicar a militares españoles y que tiene toda la pinta de ser un bulo de los separatistas o de alguna entidad interesada en fomentar la discordia:

      El militar rojo que tiene columna en RT es uno de los que difunde la intoxicación:

      Si pincháis en el trending topic veréis que mucha gente de derechas ha caído en el engaño.

      Como decía, desconozco la importancia que puedan tener estas intoxicaciones. Pero sí me parece claro que con las redes sociales sale muy barato intoxicar y hasta promover enfrentamientos físicos con unos cuantos mensajes bien dirigidos. En EEUU ya se puso en práctica lo de citar a dos grupos contrarios en el mismo punto para que se produjesen enfrentamientos, que finalmente ocurrieron.
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    • Una teoría sobre las conspiraciones
      ¿A qué se debe el pensamiento conspiracionista que tiene últimamente tanto auge en internet? Este artículo baraja dos causas: la necesidad de tener el control y el afán de distinguirse de la masa.
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