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  1. Me ha parecido interesante este fragmento de Vázquez de Mella en el que plantea que la autocrítica destructiva a la que solemos entregarnos los españoles no es la mejor manera de levantar una nación. Creo que tiene aplicación también en la España democrática de hoy: aunque no nos guste y queramos cambiarla, tampoco conviene cargar las tintas diciendo que somos más corruptos que otros pueblos o que no valemos nada en el contexto internacional. Lo primero, no es verdad si se hace un análisis objetivo de los demás países; pero además salta a la vista que no es lo más adecuado para salir de nuestra depresión y levantar de nuevo el vuelo. ----------------------------- Injurias a España. — Su grandeza histórica Es necesario que os aprovechéis de este movimiento, que es indígena, que es original ; porque a mí, señores, lo declaro, me hierve la sangre y me duelen los oídos, cuando oigo esa palabra de europeización. Hace algunos años, todavía no había un español que no se indignase contra aquella frase injuriosa de Dumas, que decía que el África empezaba en los Pirineos, y ahora, a cada paso, se habla de aires de Europa, de que hay que asomarse a Europa, de que hay que vivir en Europa. No parece sino que somos una continuación de Frajana, que vivimos en pleno Marruecos. ¿Es que tanta maravilla hay en los demás pueblos de Europa? Yo he viajado por algunos, y he visto algunas cosas que abundan en España, y otras que en España no abundan tanto por fortuna. Es muy fácil alabar una nación cuando no se ve de ella más que el conjunto de los ejércitos y acorazados y los esplendores de las grandes ciudades, y, juzgando por esto, creer que allí el nivel moral está a la misma altura que el nivel de algunos centros materiales. Yo he leído un libro, no hace mucho tiempo, en donde se estudiaba el malestar social del pueblo inglés. En la ciudad de Liverpool hay 22 mil obreros que viven en sótanos que no tienen más salida al mundo exterior que una abertura, por la cual se comunican con la planta baja de las viviendas en donde moran otros, y no mucho mejor. ¿Y no sabéis que ha habido año en que han muerto en Inglaterra alcoholizadas unas seiscientas mil personas? ¿Son ésas grandezas morales? Cuando pongamos en la cuenta las cosas de dentro y las de fuera, hay que ponerlas todas, y hay que tener presentes también las degradaciones morales de otros pueblos. Yo he visto en la ciudad de Venecia, cuando el cañón de San Marcos hacía retemblar los viejos palacios, marchar muchedumbres de obreros a comer aquella borona gelatinosa que se llama polenta, y que en un mostrador sucio se corta con un bramante, y que, junta con unas patatas sin sal, constituye su alimento. Esto ocurre en esos pueblos opulentos. Hay de todo en todas partes ; lo que hay es que nuestros políticos conocen el extranjero por los balnearios (Risas). Y es una fortuna que muchos tengan enfermedades y lacras para que lo vayan conociendo algo. Vais a París, recorréis los grandes boulevares, la Plaza de la Concordia, y os asombra que los mendigos no salgan al paso; vais a la torre Eiffel, a los grandes hoteles, a los grandes restaurants, y, claro es, allí no se ven pordioseros. Yo tengo un amigo que ha estado dos meses en Londres, y creía que allí no había pobres, porque, claro está, como hacía la vida en los clubs, no había encontrado ninguno que se acercara a pedirle una limosna. Pero cuando en esas poblaciones se desciende un poco, entonces se ve que hay todavía muchas virtudes morales en nuestro pueblo, que no sólo resisten el parangón, sino que ganan en la competencia, porque son superiores. Somos así, señores ; aquí hacemos muchos alardes de patriotismo, y, sin embargo, puede decirse que España es una nación que apenas pasa un día sin que se insulte a sí misma. Nosotros estamos afirmando todos los días que somos un pueblo inculto, que somos un pueblo atrasado, que tenemos que europeizarnos; ¿creéis que así se ha civilizado alguna vez un pueblo? Muy malo es aquel exceso de patriotismo que tiene ya un nombre (chauvinisme), y que consiste en creer que las cosas del propio país son siempre las mejores ; pero lo prefiero a esta clase de injurias y afrentas. Algunos de vosotros —aquellos que no os satisfacéis con esa historia incompleta y casi calumniosa de nuestros manuales de los Institutos, y aun de esas historias generales, todas ellas defectuosísimas y sembradas de errores— cuando habéis querido estudiar algunos períodos de nuestra historia, y habéis revuelto los archivos y abierto los viejos pergaminos, habréis observado qué diferencia se nota entre aquella historia y esta otra que se usa para echárnosla en cara unos partidos a otros, sin saber que era la historia común de nuestra Patria la que hemos maldecido y hemos manchado (Muy bien). ¿No es verdad que, cuando se trata de combatirnos unos a otros, decimos que esa historia no es más que una historia de tiranos y de esclavos, en que no hay más que hogueras inquisitoriales, opresión del pensamiento, mutilación de la voluntad, barbarie ? Y, sin embargo, esa Historia de España se confunde durante más de un siglo con la Historia universal. Nosotros tuvimos un Imperio al lado del cual eran provincias el de Ciro y el de Alejandro, porque fué 23 veces más grande que el de Roma; nuestros personajes formaban como una selva en el siglo XVI; de tal manera se unían, que no era fácil distinguir el cielo que ellos eclipsaban con su grandeza. Nosotros fuimos grandes, con una grandeza tal, que quisiera recordar las palabras de un gran español lusitano, Oliveira Martins, que, a pesar de ser positivista y ateo, cuando escribió uno de sus libros cantaba las glorias de España con un entusiasmo que contrasta con aquel otro lenguaje, impropio al hablar de una madre, que suelen usar nuestros historiadores de los partidos democráticos; él, positivista entonces, aunque su sinceridad y su buena fe lo lleva ron a morir abrazado a la Cruz ; él, positivista y ateo, decía: No se puede afirmar en España que la Monarquía y el Catolicismo fueran contra natura; habría que averiguar de dónde sacaron ellos su fuerza, y habría que quemar todos los documentos históricos, unánimes en reconocer el entusiasmo del pueblo por los reyes y los sacerdotes en que se veía a sí mismo representado. Él era el que, cantando la España del siglo XVI, exclamaba: No era un monstruo, era un gigante ; en su seno latía la vida ; su brazo era tan titánico y potente, que, cuando se levantó, pareció que con un esfuerzo sobrehumano alteraba las leyes de la Naturaleza y de la Historia ; cada personaje era un gigante ; y los enumera, desde Lope a Camoens, desde Felipe II a Juan III, y, aunque a algunos alcanzan epítetos inexactos, a todos los reconoce como grandes, porque la imparcialidad histórica obliga a confesar que, cuando nos levan tamos formando aquella unidad poderosa de una fe ardiente que nos puso en movimiento, Europa dobló la cabeza para dejarnos pasar. Entonces las leyes históricas parece que se suspendieron; fué necesario que el gigante se desangrara y sucumbiera en una lucha de más de un siglo para que las leyes históricas volvieran a regir los intereses humanos como en la vida ordinaria. Señores, una historia de tal magnitud y de tal grandeza no puede ser denigrada, no puede ser escarnecida ; y esa historia es aquella que coincidió, a pesar de los vientos adversos que en toda Europa reinaban, que coincidió con la idea regionalista al mismo tiempo que con la idea nacional fundada sobre la unidad religiosa. Yo me he imaginado muchas veces que esta España gloriosísima se había formado como si hubiera juntado raíces dispersas de los elementos indígenas, celtíberos, de los elementos semitas, helénicos, romanos, que todos eran corno raíces que no podían dar de sí, al romper el suelo, más que pequeños arbustos; pero un día la Iglesia los juntó con la abrazadera de oro de una misma fe, les comunicó su savia, hizo que formasen un tronco común, y ese tronco se levantó y tuvo una fronda gigantesca que casi cubrió el sol. Pues bien, señores : ese tronco existe, la savia no ha muerto todavía, todavía cabe pedir que no se convierta en uno de esos palos secos y largos que se levantan en la llanura como demandando una centella o el hacha del leñador, sino que con savia nueva, que ahora va circulando en todas las regiones, se levante otra vez y rejuvenezca el tronco para que florezca, para que extienda su copa protectora, y el altar del sacerdote, la lira del poeta, la espada del guerrero, la herramienta del obrero, la esteva del labrador, todo se cobije a su sombra el día que la tormenta sacuda los cimientos de Europa, y, cuando las aves del cielo vengan a posarse en esa fronda del gran árbol nacional, pueda salir la tribu peregrina otra vez a emprender nuevas cruzadas por la Historia, y a llevar caliente sobre su corazón y como en un relicario la semilla que él produce y plantarla en nuevas tierras donde otra vez se bendiga este pabellón español que un día cubrió con su sombra el planeta, y que no tienen derecho a escarnecer los hijos de la generación presente (Muy bien, muy bien. Muchos diputados de todos los partidos políticos se levantan a felicitar al orador). Obras completas de Juan Vázquez de Mella, Volumen IX, pp. 189-197.
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