Cita«El santo es aquel que está tan fascinado por la belleza de Dios y por su perfecta verdad que éstas lo irán progresivamente transformando. Por esta belleza y verdad está dispuesto a renunciar a todo, también a sí mismo. Le es suficiente el amor de Dios, que experimenta y transmite en el servicio humilde y desinteresado del prójimo.»
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«El cristiano, ya es santo, pues el Bautismo le une a Jesús y a su misterio pascual, pero al mismo tiempo tiene que llegar a ser santo, conformándose con Él cada vez más íntimamente.
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A veces se piensa que la santidad es un privilegio reservado a unos pocos elegidos. En realidad, llegar a ser santo es la tarea de cada cristiano, es más, podríamos decir, de cada hombre.
Todos los seres humanos están llamados a la santidad que, en última instancia, consiste en vivir como hijos de Dios, en esa “semejanza” a Él, según la cual, han sido creados. Todos los seres humanos son hijos de Dios, y todos tienen que llegar a ser lo que son, a través del camino exigente de la libertad.
Dios les invita a todos a formar parte de su pueblo santo. El “Camino” es Cristo, el Hijo, el Santo de Dios: nadie puede llegar al Padre si no por Él.»
Estas definiciones y afirmaciones acerca de la santidad, son palabras del Papa emérito Benedicto XVI, o mejor dicho, son palabras de la Iglesia en boca de uno de los sucesores de los apóstoles.
Hoy es el día en que la Iglesia católica celebra la festividad de Todos los Santos que, a la postre, sigue siendo una de las pocas que aún se celebran también en el ámbito civil. Celebrar el día de los Santos, y también el de difuntos, es una tradición de nuestra patria que rememora el nombre de todos aquellos hombres buenos que alcanzaron la santidad, es decir, aquellos que se distinguieron por hacer visible en sus vidas el testimonio, la presencia y el amor de Dios entre los hombres. Y celebramos también el día de difuntos en memoria de todos aquellos antepasados nuestros que, como mejor supieron, nos legaron la vida y la patria que hoy disfrutamos. Son días de agradecimiento y favor. De sentimientos encontrados y deseos de recuperar el amor.
Esa es la verdadera naturaleza de las fiestas que celebramos estos días, la primera como agradecimiento y forma de recordarnos aquel alto ideal de santidad al que estamos llamados a alcanzar. Y el segundo en memoria y favor de las almas de nuestros difuntos, con los que aún aspiramos a reencontrarnos en la eternidad del más allá. Se trata de un verdadero culto a la vida, a través también de la muerte. De recordar y celebrar que la vida vence a la muerte y se recrea en la memoria y encarnación de todo aquello que es bueno, bello y verdadero en el corazón humano. Se trata del alma humana al fin traspasando viva el umbral de la muerte, es decir, de celebrar su trascendencia divina.
Sin embargo y desde hace algunos años, sobre todo a partir de la década liberal de los 90 (en España), se ha ido imponiendo la moda de celebrar a los monstruos, las brujas y los demonios, con la aquiescencia y el beneplácito de muchas de nuestras instituciones públicas, especialmente en los centros educativos y áreas culturales de municipios y gobiernos, que no dudan en promover y subvencionar todo tipo de festejos relacionados con una cultura de la muerte que ni siquiera es nuestra, por mucho que se pretenda excavar en el origen etimológico de la palabra Halloween.
Halloween representa el olvido de la santidad; la preferencia de la muerte sobre la vida; el desprecio de lo bueno y hermoso de nuestra memoria en beneficio del negocio y la pérdida de la identidad individual y nacional. Celebrar Halloween es olvidarse del verdadero sentido de estos días, de la memoria viva de quienes nos precedieron. De preferir lo diabólico a lo sagrado. De transformar el nombre sagrado de nuestros padres y seres queridos en un ridículo baile de máscaras cuyo único objetivo final es hacernos olvidar la santidad y el sentido trascendente de la vida.
Santidad, ese estado que significa la bondad, la hermosura, la dicha y la felicidad de Dios en el corazón humano, y que no en vano la Iglesia lo rememora celebrando la lectura del sermón de las bienaventuranzas, que es sobre todo un programa de vida hecho para alcanzar la auténtica felicidad y la verdadera libertad del hombre.
Todos estamos llamados a ser santos, eternamente felices, desposeídos por completo de la magia, la oscuridad, el terror y la superstición ignorante de los viejos cultos paganos. Y para eso Dios nos regaló con su sacrificio eterno el Don de la Fe, que es el regalo más hermoso y sagrado que cualquier creatura pude aspirar a poseer, y que los católicos recibimos cuando nos bautizan. Un Don que ha llegado también hasta nosotros por el esfuerzo, el amor y la gratuidad de quienes nos precedieron, y que es más grande que la magia y más poderoso que la fuerza del terror. El Don de la Fe significa en definitiva esperanza, amor, libertad, sentido común y pertenencia del ser.
Celebrar Halloween o acoger con buenos ojos las festividades y cultos paganos que se esconden tras esa celebración, significa perder un poco cada año más nuestra propia identidad. Y lo que es peor, contribuir a un mañana en el que nunca seamos recordados, mientras nuestros descendientes se recreen ebrios bailando sobre nuestro recuerdo y nuestras tumbas.
¿De verdad queremos ser así recordados? ¿De verdad queremos recordar así a quienes nos precedieron? No seamos necios, digamos no a esa impostura cultural pagana y celebremos estos días como verdaderamente nos enseña la tradición milenaria que ha dado origen a nuestras vidas. Vayamos un paso más allá de las flores, las velas y las visitas a los cementerios, que son una hermosa muestra de amor, y sobresalgamos por encima del fulgor efímero de las caretas y los monstruos, con auténticos testimonios de una vida santa y comprometida con el bien y la verdad, para que sean el mejor ejemplo de la presencia de Dios en nuestras vidas, que mañana otros quieran celebrar.
En memoria de todos aquellos hombres y mujeres buenos que nos precedieron, y de todos aquellos que perdieron sus vidas confundidos por el engaño y el error, cuyas almas pertenecen ya en exclusiva a la voluntad de Dios.