Yo no predico que los países deban ser enteramente rurales, lo que digo es que las grandes urbes, por encima de un determinado nivel de habitantes, cercenan el vínculo natural del hombre con su entorno y provocan una realidad artificial sobredimensionada que acaba por artificializar y sobredimensionar al propio ser humano.
No niego que, en el estado actual de cosas, las grandes urbes nos permitan competir con aquellos otros desarrollos (imperios) que actualmente se muestran hegemónicos en el ámbito humano, pero es que la competitividad no es un concepto católico sino protestante, que constituye la base de la actual sociedad individualista en la que cada cual busca su salvación o felicidad personal en competencia con su prójimo. Como es lógico, yo no puedo ser favorable a esa concepción de la vida humana por muy práctica que sea para quebrar la hegemonía protestante ya que, acabaría convirtiéndome en lo que no soy ni quiero ser.
De otro lado, tampoco estoy de acuerdo en que echarse al monte, en el sentido de recuperar los espacios abandonados, sea una señal de derrota. Todo lo contrario, en todo caso sería la derrota de la propia ciudad, incapaz de ofrecer aquello que permite encontrar el sentido de la vida a quienes la abandonan, y que durante milenios ha ofrecido el medio rural junto a las pequeñas ciudades. ¿Qué es la salida del pueblo de Israel de Egipto, en el relato bíblico, sino la manifestación de la derrota de la gran construcción del faraón? O ¿Qué es el mito de Babel sino la manifestación de cómo el hombre pierde su identidad ante el desafío que le supone su propia vanidad intentando alcanzar el cielo? Babel es la gran ciudad, la manifestación de la soberbia humana intentando competir contra su propia dimensión natural, como igualmente Egipto es, en el relato bíblico, la esclavitud que esa soberbia impone a los seres humanos que viven bajo su dominio.
No, no puedo por mi propia naturaleza, ser favorable a esa concepción que no considero siquiera cristiana pues se opone en esencia al mándamiento único de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo, poniendo al hombre a competir contra el hombre por ser Dios, por dominar la tierra. Además, pertenezco a esa clase de hombres que tu denominas "derrotados", por abandonar la ciudad tras cuarenta años de vida en ella. No podría admitir como derrota algo que para mí significa la mayor victoria de mi vida, por haberme permitido conocer a Dios y la realidad de la vida que se oculta más allá de los escritos y las normas de la gran ciudad, y eso que provengo de una ciudad relativamente pequeña de poco más de trescientos mil habitantes, que sin embargo he visto crecer lo suficiente com para advertir la pérdida de identidad que dicho crecimiento conlleva en el sentido común de las gentes.
Insisto en lo que ya he manifestado en otras ocasiones, hay que buscar el punto de equilibrio entre las ciudades y los pueblos ya que son interdependientes los unos de los otros. Pero, tan negativa puede ser la existencia de pueblos semi abandonados por la pérdida de modos de vida, tradiciones y entornos que conlleva, como la de las grandes megalópolis por lo mismo pues, a fin de cuentas son las dos caras de una misma ambición humana, de rechazar la creación para crear así un mundo a su propia imagen y semejanza, es decir, ambas realidades son la consecuencia de la ambición de ser Dios.
No se trata solo de que la ciudad sea habitable, que por supuesto debería serlo, sino de que el propio ser humano lo sea. Quiero decir, para que habite en él, el espíritu que le dota de sentido e identidad; para que more en él la ley natural (la moral) que permite la convivencia, el hombre debe estar conectado con su propia naturaleza y mantener así los vínculos que le significan en la creación ¿Te has parado a pensar si el motivo del materialismo y la falta de fe, no sea precisamente el haber adoptado "una naturaleza de acero, queroseno y cobre" que impide acoger la verdadera naturaleza espiritual del ser?
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No se trata de elegir entre el sol del valle o el cobre y el acero, sino precisamente lo que hay más allá de ambos, es decir, el espíritu que se manifiesta en la armonía natural de las cosas, en el orden implícito en la creación donde todo está dispuesto para un bien mayor, cosa que en la urbe es más dificil distinguir, tanto más en la medida en que en ésta confluyen más y más intereses contrapuestos.
Cuando hablo de naturaleza no me refiero a los árboles, las montañas y las puestas de sol, todo muy bello y evocador, sino al orden natural reflejo de la ley interior que dota de verdadera identidad al ser humano. Uno puede encontrar cientos, miles de identidades en donde verse reflejado, tanto en el campo como en la ciudad, pero eso no tiene porqué dejar de ser un espejismo que nos prive de nuestra auténtica identidad como hijos de Dios: como seres dependientes de un ser supremo y creador. A eso es a lo que me refiero.
Los diez mandamientos bíblicos, o el mandamiento único del amor no son solo normas de vida de un pueblo o sociedad concretos sino la manifestación expresa de la ley natural que rige la vida y el orden de todo cuanto existe, y que es muy dificil entender cuando el espíritu vive separado de la carne. En el fondo, a mi entender, la gran ciudad no deja de ser la manifestación triunfal y al mismo tiempo fallida de la concepción gnóstica de la vida donde la carne, es decir la naturaleza, supone la prisión del espíritu que le impide conocer la naturaleza última de su ser. El hombre debe separarse de la naturaleza para alcanzar el conocimiento oculto de la iluminación, y así abandona la naturaleza y se interna en su propia ciudad, su mundo.
De hecho, el concepto de la gran ciudad moderna comparte mucho con el gnosticismo. Como en este, el conocimiento oculto de las cosas se halla en las ciudades, en sus universidades y centros de poder a los que solo acceden los elegidos. Mezcla como áquel gran cantidad de doctrinas y conceptos provenientes de todos aquellos flujos diversos que se suman en la ciudad, y que supuestamente desvelan un conocimiento superior y más elevado de la vida. La naturaleza, como el cuerpo, es un lastre que impide la iluminación y en último término la salvación, tal como resulta pretender ser el abandono del mundo rural por la falsa felicidad de los conocimientos y placeres que proporciona la ciudad. Las sociedades más increyentes están en las grandes ciudades, donde a menudo se concibe a Dios como el origen de los males humanos por haber sido motivo de guerras e imposturas, tal como el gnosticismo concibe a Yaveh como culpable del mal por haber realizado la creación del mundo material. También la ciudad está regida por una una enorme jerarquía de seres que la gobiernan, tal cual concibe el gnosticismo la jerarquía de seres que gobiernan lo creado, llegandose incluso a establecer un paralelismo entre el poder soberano de la democracia y la visión gnóstica de la divinidad formada por la multitud de los seres espirituales. Otro paralelismo es la visión negativa de la procreación que, para los gnósticos esclaviza al ser humano en la prisión material del universo impidiéndole su iluminación, y para los urbanitas impidide sencillamente su realización humana, aunque en este caso el rechazo del sexo ha mutado por su utilización, al margen de la procreación, como vía de conocimiento. La ciudad también niega la muerte expiatoria del Hijo de Dios, quien para el urbanita medio solo es el ejemplo de un buen hombre, aunque fácilmente superable por sus propios medios y conocimientos, y que decir tiene que la esperanza de la resurrección, desaparece en la medida que crecen las ciudades y la incertidumbre de la muerte se ve inundada por las explicaciones pseudognósticas que su ciencia ofrece.