Doy a conocer una serie de crónicas que el escritor falangista Eugenio Montes escribió desde Alemania para ABC. No sigo un orden cronológico, pues en verdad los artículos toman como pretexto alguna noticia de Alemania para reflexionar sobre cuestiones morales y políticas de gran calado. Por ejemplo, este artículo que traigo hoy trata de cuestiones religiosas y de filosofía política.
¿Quién fue Eugenio Montes? Muchos neofalangistas ni lo conocen, pero fue uno de los fundadores de la Falange y un íntimo colaborador de José Antonio, además de un escritor, periodista, intelectual y ensayista muy reconocido antes de la Guerra Civil. En la Wikipedia se puede leer una escueta biografía, aunque contiene alguna inexactitud. No tuvo ningún cargo político en la Falange pero sí contribuyó a elaborar su marco teórico, como nos recuerda esta columnista gallega que protesta por la retirada de un busto dedicado a Eugenio Montes en su localidad natal:
CitaY es que Montes tuvo la suerte de ser muchas cosas. Fue el autor del ensayo más moderno que se escribió en gallego en su tiempo, titulado “Estética da muiñeira”. Fue el intelectual más culto de su generación y el único incluido en el movimiento Ultraísta. Juan Ramón Jiménez dijo de él que era “uno de los jóvenes en donde se expresa de mejor modo la cultura inteligente”. Apasionado de Europa, periodista, ensayista, poeta, dandy, orador, catedrático de Literatura. Colaboró con José Antonio en la fundación de la Falange como mero teórico. No tuvo cargos políticos. No mató a nadie, nadie le debe su desgracia y paso la guerra pronunciando discursos. Fue un hombre singular, complejo, rico en matices, con una personalidad marcada por su tiempo.
Se desilusionó pronto del nuevo régimen, pero a diferencia de otros no abdicó de su ideal falangista y tradicionalista. No se unió a ningún grupo de falangistas disidentes y colaboró en lo que se le pidió desde arriba, pero fue progresivamente marginado y yo diría olvidado. En los años cincuenta escribió el guion de la película Surcos, la que algunos dicen que fue la única película falangista rodada durante el franquismo. En la película se plantea una crítica al éxodo rural hacia las grandes ciudades, con el desarraigo y la corrupción de costumbres que ello conlleva. Un tema muy falangista, como ya he comentado aquí alguna vez, aunque los neofalangistas ni han oído hablar del asunto.
En sus memorias, Dionisio Ridruejo se refiere en estos términos a Eugenio Montes:
CitaEn una de sus notas, Pla cita a Eugenio Montes para dar testimonio de su constante disposición –durante la guerra y después de ella- a echar una mano al semejante o el enemigo perseguido o amenazado. Rojo o blanco. Montes ha sido uno de los observantes más estrictos de la máxima: “Al prójimo como a ti mismo”. Indulgente consigo mismo, lo ha sido siempre con los demás. En hora muy temprana de la guerra civil, le vi preocupado y dolido por las cosas crueles que sucedían. Se mataba. Montes no dejó de moverse para aliviar la suerte de cuantos conocidos suyos estuvieron en peligro o tuvieron dificultades, acudiendo a cualquier poderoso que tuviera a mano sin reparo de ser tachado de condescendiente o dudoso. Montes representó, en el equipo de los escritores que sirvieron la causa falangista, uno de los ejemplares más fríos, independientes, refinados y desprovistos de mesianismo… Hizo el bien que pudo, conquistó una vida apropiada a sus gustos.
En las crónicas que Eugenio Montes publicó desde Alemania se puede ver su franco recelo ante el régimen nazi y ante la doctrina racista, de cuyo carácter pagano advertía a los lectores. Se expresa siempre de forma muy correcta y en ocasiones dice cosas positivas de aquella Alemania, lo que también es de justicia, pero se adivina su preocupación ante lo que se estaba gestando en ese país. Y ¡ojo!, las críticas que realiza a las concepciones nazis las publica en un momento (años 30) y en un lugar (ABC) donde más bien lo políticamente correcto era hablar bien de Hitler por su lucha contra la amenaza bolchevique. Así que Eugenio Montes no decía lo que decía para quedar bien con la sociedad de su época. Eugenio Montes conoció el nacionalsocialismo en la propia Alemania y su visión no estaba contaminada por la propaganda posterior a la Segunda Guerra Mundial. Además, Eugenio Montes no era ningún rojo que tuviese un interés especial en dejar mal a los nazis. Eugenio Montes era asiduo de la revista Acción Española, participó en la fundación de la Falange y tenía una gran simpatía por el régimen fascista de Mussolini. Y, sin embargo, se muestra crítico con el nacionalsocialismo y avisa del peligro que se está gestando.
Eugenio Montes era muy apreciado por los carlistas y algunas de estas crónicas para ABC fueron republicadas, acompañadas de grandes elogios, en la prensa tradicionalista.
En este artículo toca varias cuestiones muy interesantes: 1) la patria no se puede someter a plebiscito; 2) el nacionalismo excluyente, que reniega de la universalidad, empequeñece a la patria; 3) el carácter herético y anticristiano del racismo; 4) la desesperación no es virtud cristiana y no es correcto ese «catolicismo desesperado» que se muestra indiferente ante la propia patria y ante su ruptura si no tiene como oficial la Religión católica. En este último punto se refiere al plebiscito de la región del Sarre, pero tiene todavía mayor aplicación a España, donde no es raro que algunos católicos tradicionalistas (o eso dicen ellos) muestren indiferencia ante la ruptura de España o ante su desgraciada suerte con el pretexto de que ha dejado de ser católica. Craso error que ya hemos comentado aquí en algún momento y que este artículo rebate a la perfección.
Creo interesante y necesario rescatar estas crónicas de Eugenio Montes por varias razones:
1) por el valor literario de estas crónicas;
2) por reivindicar a un «gran olvidado» y a un escritor al que no se le ha hecho justicia en España;
3) por su especial interés histórico, al mostrarnos un retrato de la Alemania nacionalsocialista que no está sesgado por la ideología izquierdista o por las vicisitudes posteriores de la Guerra Civil y de la Segunda Guerra Mundial;
4) porque ilustra muchas cuestiones del presente, entre ellas la del racismo que parece florecer hoy en algunos sectores patrióticos y católicos por influencias extranjeras, pero también otros muchos asuntos relacionados con la religión, la moral, la política o la cultura;
5) para estudiar el pensamiento de la derecha tradicional sobre un gran número de cuestiones que se han visto oscurecidas con el paso de los años y la degradación progresiva de Occidente;
6) por el carácter genuinamente católico e hispánico de Eugenio Montes, que pienso que cuadra muy bien con los principios que defiende este foro.
Disculpad esta larga introducción, que he entendido que era necesaria para el primer artículo de la serie. Os dejo con la prosa de Eugenio Montes.
CitaEl catolicismo y la patria
Un día, en el Colegio de Francia, Ernesto Renán, dulce gaitero, se atrevió a definir el concepto de nación. Una nación —dijo— es un plebiscito de todos los días. Ernesto Renán era lo que, en el vago idioma de la época, solía llamarse un filósofo. Hoy nos parece, mucho más que un filósofo, un poeta. En él hasta la erudición se hace melodía íntima, pudorosa, entrañable, con trinos de gaita gallega y redoble de tamboril bajo el orballo, donde ya no se sabe si nueve de arriba a abajo o de abajo a arriba, porque ya no se sabe si la tierra se empapa o el cielo llora. Pero, infiel a su verdadero ser, ese día del Colegio de Francia, Renán no fue ni lo uno ni lo otro. Porque ni hay idea más falsa filosóficamente que esa definición plebiscitaria de la patria ni tampoco la hay más ausente de esa emoción radical, de ese temblor de alma que estremece incluso el propio nombre de la poesía. No, una nación no es un plebiscito, no es un escrutinio electorero que nazca en medio de calenturas comiciales con recuento de votos. Nada más opuesto al sentir patriótico que esa contabilidad aritmética de balance comercial por partida doble. No se elige la patria como no se eligen los padres. La patria, la paternidad, no es, pues, objeto de desalmada elección, sino de almada herencia. Lo único que cabe elegir es el mejor modo de servirla y perfeccionarla porque todo cuanto en el mundo existe puede hacerse o perfecto o imperfecto. Una nación es más o menos perfecta según la medida en que participe de aquellos valores del espíritu que definen y cifran la civilización. Y como estos valores, son, por su índole, universales, claro está que la patria se enriquece y eleva conforme incorpora bienes excelsos entrañados de espiritualidad y humanidad, degradándose, en cambio, cuando excluye la esencia misma de lo universal, del universo humano. Por ello todo nacionalismo naturalmente exclusivo, todo nacionalismo que excluya por consideraciones somáticas o antropológicas ajenas a lo espiritual, es un nacionalismo torpe, fatalmente condenado a empequeñecer, menguar y abatir la nación misma que se quiere alta. Así, tanto desde el punto de vista de la excelsitud teórica como desde el punto de vista práctico, constituye una absoluta torpeza quitarle universalidad y espiritualidad a la patria concibiéndola como raza o tribu.
Ese error de negar la universalidad de la nación, ese error de reducir y empequeñecer el mundo ligándolo al crudo y atávico hecho tribal, el nacional-socialismo lo ha cometido en teoría, y el gobierno de Adolfo Hitler lo comete reiteradamente en la práctica, hasta el punto de declarar como fundamento de la educación del pueblo alemán, como filosofía del Estado, aquella herejía étnica de la que Jesucristo vino a rescatar al hombre para siempre.
La incompatibilidad entré el dogma racista y el dogma cristiano está revelada en los propios textos evangélicos y confirmada por la inquebrantable tradición de los concilios. Recientemente la recordó el Pontífice, razonándola, en fin, las más bellas mentes del catolicismo actual, desde Pablo Luis Landsberg hasta Chesterton, desde Maritain a Papini. Y esa misma contradicción la siente, de un modo más o menos claro u obscuro, toda conciencia educada en la tradición de Cristo.
Enraizado en la cristiandad de la vieja Alemania está el país del Sarre, país de abadías carolingias, donde los pueblos tienen nombres de santos, que han resistido impávidos el vendabal de la Reforma. Y por eso algunas conciencias se han planteado un problema que antes no existía.
Sólo que ese problema se lo han planteado mal. Si ahora se tratase de elegir teóricamente entre una doctrina anticristiana y la fidelidad a los dogmas católicos, entonces toda angustia sería comprensible. Pero el plebiscito no obliga a preferir doctrinas, sino a retornar a la patria, o a abandonarla para siempre. La doctrina a la cual, imprudentemente a mi juicio, se adhirió el régimen, es inaceptable, pero una doctrina puede rectificarse, el régimen mismo puede rectificarla y abandonarla, y en último término, si se empecina en el error, Alemania puede abandonar el régimen. ¡Pero abandonar una patria por los días de los días, decirla adiós así, con una papeleta en la mano cómo húmedo pañuelo de despedida!
Incluso para una conciencia profundamente católica tiene que ser valedero, en postrer trance, un argumento cuya evidencia me parece irresistible. Y es que, abandonando por razones de índole religiosa la patria que se cree a merced de un régimen adverso, se abandona, no sólo a los demás compatriotas, sino a aquellos con los cuales se coincide en haber nacido en el seno de la misma patria y de la misma religión.
Yo, en el caso de esos sarrenses, pensaría en esta forma: Si hay que corregir, a corregir en común. Si hay que luchar, pues a luchar en común. Y si no se puede ni corregir ni luchar, si hay que sufrir, pues a luchar en común, en comunidad de desgracias. Que acaso una patria sea, sobre todo, eso: un penar juntos las comunes penas. Pero, además los obispos de Tréveris y Maguncia tienen razón cuando insinúan que ese catolicismo desesperado no puede serle grato a los ojos del Señor. La desesperación no es nunca una virtud cristiana, sino, como el propio racismo —doctrina desesperada— un fatal recaer en la paganía. Enseñaban los paganos a esperar cuando el horizonte era de rosa, y a desesperar cuando el horizonte era muy negro. Y lo que el dulce Cristo nos enseña es a no desesperar nunca, a esperar siempre, incluso cuando no hay esperanza alguna.
EUGENIO MONTES
(ABC, 16 de enero de 1935)