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  1. El Concilio Vaticano II visto por un falangista: «La crisis está en nosotros» Indagando en una hemeroteca digital, encontré algunos números de la revista SP, quizá la única publicación de nervio falangista durante el franquismo. Creada y dirigida por Rodrigo Royo, falangista formado en el Frente de Juventudes y más tarde voluntario en la División Azul. Rodrigo no formó parte de la Falange fundacional, pero asume en buena medida su espíritu. Se destaca por su antimericanismo y desde el principio presiente que el Régimen de Franco se está disolviendo por su propia voluntad para dar paso a un régimen de tipo occidental. En SP mantiene una actitud crítica con el franquismo y con esa deriva liberal, lo que lleva al cierre, por asfixia, de esa publicación. El artículo que me llamó la atención es de Tomás Salvador, también falangista y divisionario, posteriormente vocal de la Hermandad Nacional de la División Azul. Fue un escritor de cierto éxito y pionero de la novela de ciencia-ficción en España, otro de los olvidados injustamente. El artículo habla sobre el Concilio Vaticano II. Después de hacer un repaso por las vicisitudes de la Iglesia, Tomás Salvador reconoce que la Cristiandad está en una profunda crisis de la que no escapa la Iglesia, pero afirma que la culpa de esta crisis no es de la Iglesia sino nuestra, de los cristianos, por habernos alejado de Dios para entregarnos a los vicios y a las comodidades modernas. ¡Menuda diferencia con las jeremiadas integristas que nunca reconocen ninguna culpa propia! Tomás Salvador reconoce la crisis, pero lejos de echar balones fuera, asume la parte que le toca, aunque quizá sea de los que menos culpa tengan. Pero ésa es la actitud normal en un cristiano, la de analizar los males con honradez, sin soberbia y sin buscar chivos expiatorios, asumiendo la parte de culpa que cada uno tiene. «La crisis está en nosotros» se titula el artículo de Tomás Salvador, y es la pura verdad. Culpar a la Iglesia de la crisis y de los males que afligen a nuestras sociedades, como se ha puesto de moda en algunos sectores católicos tan «puros» como los cátaros, no sólo es una necedad sino que demuestra que esas personas están cada vez más alejadas de la Iglesia de Cristo y con su actitud, entre blasfema y destructiva, tienen una importante responsabilidad en la crisis. Como escritor que cultiva la literatura prospectiva, Tomás Salvador está habituado a barruntar lo que nos puede deparar el futuro y por ello en su artículo, escrito en 1962, anticipa varios de los males que hoy nos golpean con toda su fuerza: el consumismo alienante; la sustitución de la cultura por el entretenimiento; la hipersexualización; la diversión como único horizonte vital; la desaparición de los mediadores, que conduce a un retorno de los brujos y los charlatanes; la proliferación de sucedáneos religiosos, drogas incluidas; el dominio de la propaganda; la aglomeración en urbes-colmena donde no hay lugar para el espíritu, sofocado por las comodidades y por la creciente tecnificación de todos los aspectos de la vida. El artículo es también muy interesante desde esa perspectiva de anticipación. Y si Tomás Salvador puede anticipar esos males no es porque tuviese una bola de cristal sino porque era un fino observador y aquellos males ya estaban de alguna manera presentes en aquella sociedad que algunos creen tan tradicional. Lo que encaja perfectamente con el análisis que hace de la crisis de la Iglesia, tan distinto de los que solemos escuchar y a mi juicio mucho más acertado. Por esa razón traigo este artículo al foro. ———————————————— A LA LUZ DEL CONCILIO VATICANO LA CRISIS ESTA EN NOSOTROS Por TOMÁS SALVADOR A cuatrocientos años de Trento, dos mil quinientos príncipes de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana están reunidos en Concilio. El II Vaticano hace el número veinte de los celebrados por la Iglesia. Veinte en dos mil años de historia, el último hace sesenta y dos años. Los Concilios son algo muy raro en el ritual de nuestra Iglesia. Un tanto curioso me he entretenido en hacer un balance comparativo. Los ocho primeros se celebraron dentro del primer milenio y todos ellos en Oriente: Meca, Constantinopla, Efeso y Caledonia. El siglo que ha presenciado más fue el XIII, igualando la cifra del anterior. Malos tiempos corrían para la unidad de las Iglesias cristianas. Dividida la cristiandad en dos imperios, Oriente y Occidente, la pugna entre los dos por la primacía jerárquica duró varios siglos. Bizancio representa el cesaropapismo, el tópico que ha quedado de «discusiones bizantinas», neofisistas, iconoclastas, nestorianos, focenses, herexiarcas y, finalmente, la bula de excomunión que los legados de Roma depositan sobre el altar mayor de Santa Sofía. El cisma de Oriente costó a la Iglesia cien millones de fieles y, aunque Constantinopla dejó de ser cristiana en 1452, la desunión continúa. En Occidente, la Iglesia continúa su marcha ascendente. La Edad Media representa el triunfo de las comunidades religiosas: el Cluny, el Cister, la Cartuja, las Órdenes mendicantes, grandes vasallos que hacen un gran Señor, el Papado romano. Pero en ello estaba también el peligro. El subjetivismo de Occam, los nominalistas, nuestro Raimundo Lulio, convierten las universidades y los grandes monasterios en brillantes centros de cultura, de discusiones. La Teología se eleva a Arte Magna, pero se olvida la misión, el proselitismo. El pueblo tiene que contentarse con las prédicas de frailes no siempre a la altura de las circunstancias. Cuando el Renacimiento eleva el nuevo Humanismo a la categoría de una religión artística, se hace evidente la necesidad de una Reforma. La piden los espíritus más puros. Pero son Huss, Zwinglio, Lutero y Calvino los que, en vez de reformar, destruyen. Cuando el fraile agustino Martín Lutero fija en la iglesia universitaria de Wittenberg los noventa y cinco puntos de su tesis, el 31 de octubre de 1517, la desunión de los príncipes cristianos, la ambición y el resentimiento la convierten pronto en una autentica revolución moral social y económica. Los príncipes alemanes, deseando la secularización de los bienes religiosos, Enrique VIII aprovechándola para sus fines políticos, Francia y España, indecisos en cuanto a su pugna particular, hacen que prospere el gran cisma de Occidente. Por su parte, Oriente ve llegar otro cisma. La Iglesia Ortodoxa rusa, en 1590, no acepta la primacía del patriarca de Constantinopla y eleva al de Moscú a la categoría de tercera Roma. No es posible resumir aquí dos mil años de Historia. Bástenos conocer estas dos fechas: 1054, cisma de Oriente y 1517, cisma de Occidente. La gran familia cristiana dividida. De ellas, la única que ha conservado la unidad ha sido la Iglesia Romana. La nación de la reforma protestante está dividida en no menos de trescientas sectas, aunque sólo media docena de ellas: luteranos, calvinistas, anglicanos, presbiterianos, baptistas y cuáqueros sean importantes. Los orientales, entre maronitas, grecortodoxos, armeniortodoxos y rusortodoxos, continúan en la misma línea. En resumen, cálculos aproximados vienen a decirnos que existen actualmente en el mundo 500 millones de católicos: 250 millones en Europa, 90 en América del Norte y Central, 110 millones en América del Sur, 30 en Asia, 15 en África y el resto en Oceanía. Ese total de millones representa la sexta parte de la población total de la Tierra. Si a ellos unimos 225 millones de protestantes y 130 de cismáticos griegos, tenemos un total de 855 millones de cristianos, enorme cifra para las estadísticas, pero escasa para nuestro sentir íntimo. Doblamos el número de musulmanes, de hinduistas, de confucionistas y triplicamos el de otras confesiones; pero aún así no conviene olvidar que tras dos mil años de expansión religiosa, únicamente la cuarta parte de la población humana es cristiana. Y cristiana dividida, que es lo más triste. Algunas veces se ha planteado la pregunta, vistas las anteriores cifras, ¿ha fracasado el cristianismo? No. Hemos fracasado nosotros, los cristianos. Otro día hablaremos de ello. Hoy, con la tristeza del que ve escasos sus saberes, hablemos de la emoción que este Concilio suscita en nosotros. Su Santidad ha hablado con una claridad meridiana: estarnos en crisis, la crisis está en nosotros, los cristianos. La sociedad moderna está abocada a la más importante revolución social de toda la Historia y en ella los cristianos no debemos perder el papel preponderante que siempre hemos tenido en los avatares históricos. O nos unimos o deberemos conformarnos con un papel secundario como fuerza moral. ¿Cuáles son los peligros? Juan XXIII los anuncia: el progreso, la técnica, el poder acumulado en pocas manos, el egoísmo, la comodidad, el ateísmo. Hagamos un breve resumen: Los poderes centrales —gobiernos— se están fortaleciendo. En consecuencia, cada vez se tiende más a una minoría ejerciéndose y relevándose en los cargos públicos. El pueblo eleva su nivel de vida, pero se aparta de las creaciones sociales. Vamos de cara a una nueva Edad Media, pero sin vigor espiritual. Vamos al «renacimiento de los brujos» y esto es así porque vamos prescindiendo de la «mediedad», o sea, del equilibrio, del colchón amortiguador entre las altas y las bajas esferas. Tendremos cada vez más comodidades, pero menos espíritu; más códigos o reglamentos para el castigo «a posteriori», pero menos códigos morales para la conducta «a priori». La minoría gobernará a base de diversiones. El pueblo será sobornado, desvirtuado, encenagado en diversiones: la percepción sublimal, la propaganda elevada a categoría de arte; la televisión, los espectáculos, el sexo, el turismo, serán las brújulas del mañana. Una industria colosal, que necesitará colocar sus productos, sumergirá al mundo en una marea de objetos que la propaganda nos hará creer imprescindibles. Nos convertiremos en esclavos de las neveras, automóviles, televisores, viajes a «forfait» y aparatos musicales. Un mundo de compra-lo-todo, disco-maníacos, tele-locos, analfabetos de chistes y libros de dibujos, de ciudades monstruosas que albergarán colmenas de seres defraudados en su espíritu y que buscarán los sucedáneos de las diversiones artificiales, drogas incluidas, se avecina. Esta no es ninguna exageración. Está llegando, lo tenemos encima. Hay ciertamente, un renacimiento de la fe. Las iglesias se llenan de hombres y mujeres jóvenes. Pero también se llenan los estadios, los cines, las salas de baile, los estudios de radio. Y encima, la técnica, los sabios elaborando armas mortales que son acaparadas por los estados, amenazando al contrario..., hasta que el otro las posee a su vez y entonces todo queda pendiente de un cerebro megalomaníaco. Esta es la crisis, como ha visto muy bien Su Santidad: la deshumanización del individuo, la pérdida de sus valores morales. Por eso los que nos llamarnos cristianos debemos estar unidos. La desunión es un escándalo, hermosa palabra que la Iglesia utiliza con frecuencia como sinónimo de dolor, de vergüenza, de pecado. Sí, la Iglesia está firme. Lo que está en crisis es la sociedad, nosotros, los cristianos que vamos siendo sobornados por la propaganda, por la industria que nos incita a comprar de todo, por la comodidad, por los instintos sexuales hábilmente explotados por unos cuantos canallas. Estos son los peligros y para luchar contra ellos es necesaria la unidad de los hermanos cristianos. Nuestra ferviente oración para que el Espíritu Santo ilumine a los príncipes de la Iglesia en su búsqueda de una fórmula noble y justa, ecuménica, en una palabra. SP, n.º 199, 1 de diciembre de 1962, pp. 67-68.
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